“Yo el dinero lo tengo para gastármelo. Cuando se me acabe, me pego un tiro y listo”

Así me contestaba mi padre, rebosando soberbia, cuando yo, con apenas 20 años le rogaba que intentara disfrutar de la vida sin ir tirando el dinero, porque su prodigalidad nos condenaba a la ruina, y sólo era cuestión de tiempo. Pero él quería dejar claro que no estaba dispuesto a quitar el pie del acelerador y que le importaba nada lo que le ocurriera a su mujer y a sus dos hijos cuando los hubiera condenado a la ruina.

Las declaraciones son mucho más graves cuando vienen de una persona que no sólo no había ganado ese dinero, ni en la lotería ni mucho menos trabajando, sino que el dinero del que alardeaba disponer a su antojo ni siquiera le pertenecía a él, porque era patrimonio privativo de mi madre. Mi padre se había pasado la vida viviendo del trabajo de su suegro y de su cuñado, el padre y el hermano de su mujer, y ahora que ellos habían fallecido y dejado una suculenta herencia a su mujer, no quedaba nadie para poner límite a su desenfreno.

Mi madre no se alarmaba al oír semejante disparate. Ni se alarmaba por la desvergüenza de que mi padre hablara así de un dinero que ni había ganado ni le pertenecía, ni tampoco se alarmaba por la llamada del instinto materno que mi madre nunca demostró para proteger a sus hijos de un marido depredador que se desahogaba machacándonos y pisoteándonos moralmente desde que nacimos. No es cierto que mi madre no tenga instinto materno, el problema es que el instinto materno nunca lo tuvo hacia sus hijos, pero sí hacia su marido, porque desde que se casó con él, se ocupó siempre de cuidarlo, mantenerlo y malcriarlo financiándole todos sus caprichos, excesos y vicios, consintiendo que le diera una mala vida y hasta convirtiéndose en cómplice con su pasividad y permisividad de que su marido también maltratara y perjudicara a sus propios hijos.

En lugar de alarmarse, mi madre, tan manirrota como mi padre, me contestaba que yo estaba obsesionado, que estaba perdiendo la cabeza, que ella había heredado un gran patrimonio y que el dinero nunca se le iba a acabar. Mi madre me reconocía que yo había crecido y madurado demasiado rápido, que era demasiado responsable para mi edad, probablemente porque había tenido que suplir en casa la inmadurez y la irresponsabilidad de mi padre. Pero, a pesar de que yo fuera su hijo y de que me considerara maduro y responsable, nunca conseguí que me escuchara cuando la aconsejaba separarse de mi padre, por razones tan legítimas y de peso como la supervivencia, para proteger a mi hermana que ya había tenido varios intentos de suicidio. Si hasta ahora nunca me había hecho caso, por qué me iba a hacer caso ahora que otra vez le venía a decir algo que ella no quería oír, en este caso al rogarle prudencia para que se administrara bien porque si así lo hacía podría disfrutar de ese patrimonio heredado toda su vida. Pero la triste realidad es que yo no tenía ninguna oportunidad de que mi madre entrara en razón mientras mi padre continuara susurrándole al oído exactamente lo que ella quería oír: “gastémoslo todo, que la vida son tres días, y tú no tienes que darle cuentas a nadie porque es tuyo”.

Mi madre se había pasado la vida habituada a que su padre no sólo la mantuviera a ella y a su marido, con su alto nivel de vida, sus lujos, sus excesos y sus caprichos, sino que también la sacara siempre de apuros en los meses en que se compraba más abrigos de piel de la cuenta y el banco la llamaba para advertirle que su humeante tarjeta de crédito había dejado la cuenta temblando. Mi abuelo era quien nos pagaba a mi hermana y a mí los estudios, la ropa y hasta el dentista, así que mis padres nunca tuvieron que ejercer como padres porque nunca tuvieron que asumir las responsabilidades que soportamos los que sí que intentamos ser buenos padres de nuestros hijos. Mis padres pasaron directamente de ser hijos mantenidos y consentidos en vida de mi abuelo -una hija natural y un hijo político- a convertirse a la muerte de mi abuelo en los mismos malcriados, pero con una suculenta herencia que gastar y huérfanos una figura paterna que les pudiera poner freno.

Conozco muchas familias en donde uno de los miembros puede ser peligrosamente pródigo, pero lo cierto es que en el caso de mis padres, aun a día de hoy, todavía no puedo decir quién gastaba más. Recuerdo que siempre que uno volvía de comprar ropa escondía las bolsas de la compra para que no las descubriera el otro, porque, aunque ambos gastaban por igual, al egoísmo de cada uno le dolía lo que el otro se gastaba en sí mismo.

Mi padre nunca trabajó. Se excusó en una depresión a conveniencia. Y cuando digo “a conveniencia” no pretendo lo más mínimo frivolizar con esta enfermedad mortal que me tomo muy en serio porque mi única hermana murió precisamente porque una depresión la empujó al suicidio. Muy por el contrario, condeno a quienes sí frivolizan con la depresión aprovechando de su diagnóstico sólo lo que les conviene.

Mi padre se excusaba en su depresión para no trabajar, aunque lo que él llamaba trabajo sería un sueño para la mayoría de nosotros, porque su trabajo consistía en acudir a la oficina de su suegro y pasar las horas haciendo lo que se le antojara, a su ritmo y sin que nadie, ni el jefe que nunca tuvo ni sus compañeros, que sabían que era el yerno del jefe, le exigieran un rendimiento o unos objetivos.

Quienes tenemos la desgracia de estar familiarizados con lo que es una depresión, sabemos que cuando un enfermo de depresión se enfrenta a una crisis de la enfermedad, es incapaz de levantarse para ir a trabajar, pero su enfermedad le hace también rehuir la vida social. Sin embargo, mi padre llevó siempre una vida social de lo más intensa: cenas en caros restaurantes todas las semanas, fiestas en casa de amigos que se alargaban hasta la madrugada, bodas, bautizos y comuniones incluso cuando había que tomar avión y reservar hotel, etc.

No digo que mi padre no sufriera una depresión, sé que mi padre sufre una depresión crónica y no voy a ser yo quien contradiga a los profesionales que se la diagnosticaron, pero si su depresión no lo incapacitaba para llevar una vida social tan intensa, tampoco lo debería incapacitar para trabajar salvo en los momentos de crisis en los que la enfermedad sí le iba a exigir tomarse un descanso.

Pero mi padre, que se excusó en la depresión para no trabajar nunca, aprovechó muy bien su diagnóstico a conveniencia y, aunque no trabajaba, todo lo demás en su vida era incoherente e incompatible con su diagnóstico: hacía una intensa vida social, leía habitualmente la prensa para estar al día de toda la actualidad, se cuidaba de ir impecablemente vestido, cuidaba su aspecto con los cosméticos y perfumes más caros, no le costaba trasnochar cuando pasaba veladas con los amigos ni tampoco le costaba madrugar ni levantarse a media noche para ir a pescar, por otro lado, la afición con la que menos daño hacía a su familia.

Mi padre no se privó casi de ningún vicio. El más frecuente era el alcohol. Se iba de fiesta por la tarde y volvía por la mañana, a medio día o cuando se le antojaba o cuando su cuerpo ya no podía más. A veces llegaba por su pie y otras un alma caritativa lo traía hasta la portería de nuestro edificio y le pedía al conserje que nos lo llevara a casa. Completamente ebrio en los clubs y garitos nocturnos, invitando a copas y alardeando de su poderío económico no podía sino atraer a las peores compañías. Una vez el vigilante del garaje nos advirtió de que mi padre se había presentado una noche acompañado de un amigo que intentó llevarse el coche de mi abuelo y hasta amenazó al vigilante para que le diera las llaves. Afortunadamente, no las tenía, porque mi padre, conduciendo bebido, ya estrelló su propio coche dejándolo siniestro total. En otra ocasión, siendo yo y mi hermana muy pequeños, nos tocó pasar verdadero miedo cuando mi padre entró con sigilo a media noche en casa para llevarse objetos de valor con los que agasajar a sus compañeros de fiestas y poder continuar con ellos la juerga. Otras veces, el rastro de su tarjeta de crédito nos descubría que le había regalado un caro equipo de música a algún compañero de fiesta. Mucho peor era cuando mi madre tenía que ir a pagar las deudas de juego de las que nos enterábamos porque los acreedores nos llamaban a casa para reclamarlas. Cuando mi padre volvía a casa ebrio con signos de haberse peleado, mi madre, en el colmo de irresponsabilidad como madre y en el colmo de la locura hacia su marido, no dudaba en enviarme con apenas quince años a que acompañara a mi padre en su circuito de bares nocturnos para que cuidara de él y evitara que se metiera en líos. El mundo al revés. También me tocó ayudar a poner a mi padre en pie, curarlo y acostarlo cuando al volver de fiesta se caía de bruces sangrando por las narices por haber probado por esa vía substancias que no se venden en farmacia. Sólo el diagnóstico de diabetes y el miedo al coma acabaron con todos sus excesos.

Aun así, mi madre, que se pasaba la vida escondiendo dinero por los rincones de la casa para que mi padre no se lo fuera sisando –porque él no iba a conformarse con lo mucho que mi madre le daba-, no me hacía ningún caso a mí cuando le rogaba prudencia para administrar bien el patrimonio heredado. Una vez faltó mi abuelo, mi madre sólo hizo caso a mi padre, el mismo que no había trabajado nunca, el que no paraba de pedirle dinero, el que no paraba de gastar, el que le sisaba y el que, cuando no encontraba dinero que sisarle, se inventaba facturas de taller del coche, reparaciones del barco, etc.

“Yo el dinero lo tengo para gastármelo. Cuando se acabe, me pego un tiro y listo”.

Cuando el dinero se acabó, porque no podía ser de otra manera, mi padre cayó desde muy alto, y sé que la caída le debió doler mucho, y lo sé por experiencia propia porque yo también rodé en su caída y, aunque yo había puesto cuidado en amortiguar el golpe, lo cierto es que tardaré mucho en dejar de sentir el dolor, pero mi padre no se pegó ningún tiro. Y, sinceramente, me alegro mucho de que no lo hiciera porque no le deseo ningún mal y mucho menos la muerte, además, su muerte no nos iba a resolver nada, y mucho menos a estas alturas. Pero en su camino de autodestrucción, mi padre no sólo arrastró a su familia a la ruina, sino que dejó un reguero de víctimas de su egoísmo, de su soberbia y de su crueldad: perdió a una hija que se suicidó por depresión y perdió a un hijo, el que suscribe, al que no le habla porque es a quien culpa de que los augurios se le cumplieran. Tomó a una rehén, mi madre, pero mi madre es tan víctima como victimaria, porque ha sido coautora y cómplice de todo lo que nos ha ocurrido. No obstante, confío en que igual que yo siento como el tiempo cicatriza mis heridas, el tiempo también abra los ojos a mis padres para ver el amor del hijo que probablemente nunca merecieron, pero que, aun no entendiéndoles, siempre les quiso bien y aún les quiere.

Por eso desconfío cuando alguien se pone categórico. Mirad mi padre. Por nuestra propia naturaleza humana, las personas no podemos asegurar cómo nos vamos a comportar en unas circunstancias que aún no se nos han presentado. Podemos intentar abstraer, pero sólo hasta cierto punto.

Desconfía de quienes hacen declaraciones categóricas sobre supuestos que aún no se les han presentado. Por nuestra propia naturaleza humana, mejor que no nos pongan a prueba. Cuando alguien me asegura “Yo no me quedaría nada que no sea mío, ni un céntimo ni mil millones”, lo primero que pienso es “Esta persona no es de fiar”. No me tengo por un sinvergüenza, pero si Solbes me llegara a regalarme 60.000 millones de las arcas públicas, como los 60.000 millones de pesetas que ayudó a que La Caixa se salvara de pagar al prescribirle su delito fiscal, no sería yo quien fuera a denunciar a nuestro ministro, más bien pondría un retrato suyo en el salón de mi casa.

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