El suicidio de mi única hermana

Fotografía de un ángel
Apenas hacía dos años de la muerte mi abuelo materno, que para mí era como mi padre. Se vino abajo de golpe en cuanto el médico le diagnóstico un tumor cerebral inoperable. Murió apenas unos pocos años después del diagnóstico. Al principio yo lo cuidaba solo, le quería con locura, pero llegó un momento en que se hizo necesario contratar a una persona para asistirle profesionalmente.

Un año después de morir mi abuelo moría su hijo, mi tío, el único hermano de mi madre. Si mi abuelo era para mí como mi padre, dado que en mi padre nunca encontré un padre, mi tío se había convertido para mí en el referente de lo que yo quería ser en la vida. Trabajador, honrado y triunfador, representaba todo aquello en lo que yo quería convertirme. En el 92 le diagnosticaron SIDA y yo lo dejé todo para cuidarle durante su más de medio año de agonía, primero en el Instituto Pasteur en París y luego en la Fundación Jiménez Díaz en Madrid.

Probablemente cuidar a mi abuelo y a mi tío son aquello de lo que más orgulloso me siento en la vida, al menos hasta que se me encomendó la nueva misión de criar y educar a mi hijo para que reciba de mí lo que yo nunca recibí de mi padre, esto es, ejemplo, respeto y cariño.

A la muerte de mi tío tuve que dejarme la carrera, que ya tenía muy abandonada por estas graves circunstancias familiares, para sustituirle en la dirección del negocio familiar. Cómo si no, si mi madre no sabía nada de la empresa y mi padre llevaba décadas sin trabajar y lo primero que hizo fue presentarse ebrio y tambaleándose en la oficina para proferir todo tipo de disparates y crear entuertos que luego me tocaba deshacer a mí.

Mi hermana vivió conmigo la convalecencia de mi abuelo. Mi abuelo fue, como lo fue mi tío, un enfermo ejemplar que hacía lo imposible por no quejarse para no molestar a nadie. Cuando tenía sed no pedía agua ni aunque uno se la ofreciera, pero cuando le llevabas el vaso de agua se la bebía de un trago. A los que tanto lo queríamos no nos dejaba indiferente su sufrimiento. Y ese sufrimiento lo vivió mi hermana cuando ni siquiera se había despertado su adolescencia. Recuerdo que cuando mis padres viajaron a Las Palmas para asistir al entierro del único hermano de mi padre, mi hermana y yo pasamos la mayor parte del tiempo acostados cada uno a un lado de mi abuelo en la cama donde él yacía inconsciente y agonizando y acercándonos a la nariz frascos de ambientador concentrado para tolerar el intenso olor de las úlceras por decúbito. Creíamos que mi abuelo moriría esos días que estuvimos solos, pero mi abuelo fue una persona generosa y considerada hasta para no morirse antes de que mis padres volvieran.

Vivir la agonía de mi abuelo hizo mucha mella en mi hermana, como lo hizo en mí. No sólo perdíamos a una de las personas que más queríamos y a nuestro único referente paterno, sino que su muerte empezó a desatar el caos de la unidad familiar, marcó el principio de ir perdiendo a mis padres porque ellos mismos se fueron perdiendo.

Mi hermana fue un encanto. Pura inocencia y amor puro. Si tenía una amiga, se volcaba con ella. Lamentablemente, tuvo la mala suerte de no encontrar siempre en su camino las buenas amigas que ella se merecía.

Estudió, como yo, en un colegio del Opus Dei. A mí estudiar en un centro del Opus me marcó bien poco. Puede que sólo a la edad más temprana, cuando sufría mucho porque, por lo que escuchaba en el colegio sobre el pecado y el infierno, mi abuelo y mis padres, que no iban a misa, se iban a condenar en el fuego eterno. Pero en cuanto empezó la adolescencia, los que se dedicaban a hacer apostolado sabían que yo era causa perdida para la Obra, que yo por entonces estaba más pendiente de intentar meter mano a las chicas que viajaban en el autobús urbano, al menos hasta que una de ellas me lo explicó muy clarito en la calle y me sacó los colores. Ahí se me quitaron para siempre las ganas de intentarlo de nuevo. No me siento orgulloso de ello, pero en mi defensa diré que es lo que tiene pasarse medio día recluido en un colegio rarito donde sólo estudian chicos precisamente en la edad en la que las hormonas están en plena ebullición.

Pero mi hermana era mucho más inocente que yo y no perdió esa candidez tampoco al principio de la adolescencia. A ella su colegio sí la había marcado mucho, por desgracia, para convertirla en la mojigata que sus educadores querían. Hablo con conocimiento de causa porque he visto lo mismo en compañeros que estudiaron en mi colegio y parecían lobotomizados. En cambio, la mayoría de sus compañeras de clase ya se habían espabilado todo lo que era de esperar para su edad. Por eso, cuando llegó la edad en que se empezaban a esforzar para parecer jovencitas en lugar de niñas, pintándose, fumando, bebiendo alcohol, soltando tacos y esas cosas tan habituales en la edad para seducir a los chicos mayores, la ingenuidad de mi hermana resultaba incómoda porque corría el riesgo de delatar su verdadera edad. En fin, son formas de ser y de madurar, ni mis amigos ni yo dimos nunca la espalda a otros amigos más infantiles o pardillos. Todo el que viniera de buen rollo era bien recibido. Pero es posible que para las adolescentes llevar esa carga sea más delicado. Puede que sea eso.

Pero para mi hermana llovía sobre mojado, porque cuando era mucho más pequeña tuvo que sufrir que algunas compañeras de clase le dieran la espalda, no de forma consciente ni por iniciativa propia, sino dirigidas por sus madres. Me explico, en el mundo pijo, rancio y puritano en el que se movía mi madre, las envidias eran el pan nuestro de cada día y para las personas de naturaleza envidiosa, cualquiera de nosotros, por desgraciado que sea, puede ser objeto de envidia, y qué mejor forma de hacer daño a mi madre que celebrar el cumpleaños de la amiga, vecina y compañera de clase de su hija invitando a toda la clase del colegio menos a mi hermana. Así lo hizo alguna conocida de mi madre, de esas de nariz subida, abrigo de piel y misa diaria.

Una de las imágenes que no se me olvidará nunca de mi hermana es verla observar, bien escondida detrás de las cortinas para no demostrar su vulnerabilidad, como todas las niñas de su clase jugaban en la terraza del edificio vecino al nuestro en el cumpleaños de su amiga, compañera y vecina al que a ella no la habían invitado porque la lista de invitados la hizo la madre con toda la mala intención.

La falta de amistades hizo mucha mella en mi hermana, como lo habría hecho en mayor o menor medida en cualquiera de nosotros en esa edad. No voy a descubrir ahora a las personas que de forma consciente hicieron daño a mi hermana, pero sí quiero dar las gracias a las niñas o chicas, hoy mujeres y madres, que por aquellos años se esforzaron por no dejar a mi hermana sola. En estos casos, de buenos padres salieron hijas ejemplares: Marta Guillamón, Inma y Sol Alcázar. Como hermano, nunca les estaré suficientemente agradecido.

Esta soledad la sufría mi hermana sólo en el mundo cerrado del Opus y con las hijas de ciertas supuestas amigas de mi madre. Ni le ocurría en la playa, donde no le costaba encontrar amigas y amigos ni le ocurrió tampoco cuando disfrutó un verano en el mismo internado en Inglaterra donde yo había estado dos veranos. No tardó en hacerse buena amiga de todos mis antiguos amigos.

Por entonces estaba muy guapa. Era buena estudiante y una hija ejemplar para unos padres nada ejemplares. Todo parecía ir bien, pero en algún momento en que ella tuvo un bajón de esos bajones pasajeros que se cuentan por cientos en la adolescencia, mis padres decidieron que le haría bien llevarla a que le recetara algo el mismo Psiquiatra de Madrid que trataba a mi padre de depresión y que había conseguido que se dejara un tiempo el alcohol. Se trataba de un Catedrático Universitario que en los últimos años se ha hecho muy famoso, que no popular, por divulgar disparates como negar las ventajas del uso del preservativo en la prevención del SIDA o asegurar que la homosexualidad es una enfermedad. El buen doctor atiborró a mi hermana de psicofármacos, como suele hacer con todos sus pacientes. Le debió dar dosis calculadas para luchadores de sumo o pressing-catch. Las pastillas la hacían pasar el día medio dormida o dormida del todo, engordar –en plena adolescencia con la consiguiente pérdida de su autoestima-, temblar, trabársele la lengua al hablar, ser incapaz de fijar la vista para leer o estudiar, etc. Iba tan zombie por la vida que, siendo como ella era buena estudiante, tuvo que dejar sus estudios y esto sí que la hundió del todo. Además, empezó a albergar y a poner en práctica ideas suicidas, algo que después he leído que es un efecto secundario de los antidepresivos tricíclicos, como los que ella tomaba entre otros, en determinadas personas.

Con la autoestima destrozada, mi hermana tuvo varios intentos de suicidio. Por entonces, mi padre cargaba sin piedad contra ella como había hecho conmigo hasta que tuve edad de hacerle frente. No estaba dispuesto a consentir que mi hermana le quitara tiempo de atención de mi madre. Él quería acaparar toda la atención de mi madre para poder manipularla a su antojo y conseguir gastarse toda la herencia de mi abuelo y de mi tío maternos en tres días. Mi padre no sólo no se avergonzaba, sino que alardeaba de su filosofía de vida "Yo el dinero lo tengo para gastármelo, cuando se me acabe, me pego un tiro y listo". Ya escribí sobre esto, así que redundaré lo justo. Desde que mi madre heredara, mi padre había encontrado que ese era el sentido de su vida, gastar y gastar. No era comprador compulsivo, porque el comprador compulsivo se arrepiente después de haber comprado. Mi padre no. Para sacar adelante su plan de negocio, se encerraba en el salón de mi casa con mi madre, que también iba zombie de ansiolíticos y antidepresivos, para tenerla bien acorralada. Yo estaba en el trabajo o en mi casa, porque ya vivía sólo, pero mi hermana que siempre vivió con mis padres notaba mucho el vacío y que mi madre se alejaba de ella cuando más la necesitaba. Cuando yo estaba en su casa a mí me hacían lo mismo, encerrarse en el salón para que no les oyéramos, pero yo no dependía tanto emocionalmente de mis padres como mi hermana, que siempre sintió adoración por mi madre. Mucho más que yo, que también adoraba a mi madre hasta que abandonos y actitudes como éstas me abrieran los ojos para bajarla del pedestal. A mí el trabajo me tenía demasiado absorbido. Sin embargo, sí recuerdo conversaciones a solas con mi hermana en las que compartíamos que esta maniobra de mi padre nos resultaba muy molesta –nos hacía sentir como extraños en nuestra propia casa- y que no se nos escapaba qué pretendía mi padre con ella. A veces mi madre nos contaba que mi padre le decía "Tus hijos te abandonarán para hacer su vida y te quedarás sola conmigo. Al final sólo me tendrás a mí". Curiosa profecía autocumplida. Lo único que a mi padre se le olvidó decirle a mi madre es que él se ocuparía personalmente de que así fuera.

Por entonces mi hermana, al pasar de buena estudiante a perder un curso, se sintió perdida en la vida y quiso venir a trabajar conmigo a la empresa familiar. Yo quería que estuviera en la oficina, pero tuve la fatalidad de confiar en quien había sido la mano derecha de mi tío en la empresa, un elemento muy peligroso al que no tardé en tener que despedir por robar mercancía. Este pájaro se ofreció a ocuparse personalmente de formar a mi hermana en la empresa. Así, mi hermana empezó a trabajar en las líneas de producción, y a mí no me pareció extraño porque yo había hecho lo mismo antes que ella durante algunos veranos en vida de mi abuelo. Mi abuelo y mi tío pensaban que era la mejor forma de aprender y yo era demasiado joven para tener un criterio propio y estar en desacuerdo. De esta manera, mi hermana volvía a casa muy cansada y dolida de un trabajo duro en el que no encontraba ninguna satisfacción. Pasados los años mis padres me culparon de ello, y yo siempre habría preferido que me hubieran abierto los ojos en ese momento. Mi madre era firme para exigirme que le acercara 2 millones de pesetas para ir de compras o que le enviara inmediatamente un empleado, inutilizando así una línea de producción, para colgarle un cuadro, pero no abrió la boca para aconsejarme cómo hacerlo mejor que mi hermana se sintiera realizada en el trabajo. Hoy me arrepiento mucho de no haberla llevado en el trabajo a mi lado, que es donde habría tenido oportunidad de aprender mientras yo mismo aprendía, que por entonces estaba muy verde. Pero en ese momento yo no sabía más.

Después de uno de los intentos de suicidio de mi hermana, cuando mi padre se había vuelto a ensañar verbalmente con mi madre y, para no quedarse corto, con mi hermana, conseguí convencer a mi madre para que se separara de mi padre apelando al riesgo de suicidio de mi hermana.

Me cité con un buen abogado y mejor persona, Antonio Albaladejo, que había sido como familia para mi abuelo materno. El bueno de Antonio q.e.p.d. me prometió ayudarnos en todo, por la felicidad de mi madre y por la vida mi hermana. Pero como tantas otras veces mi madre ya había perdonado a mi padre mucho antes de que nos diera tiempo a dar un primer paso.

Una y otra vez mi hermana sufrió la crueldad verbal de mi padre contra mi madre y contra ella misma. Los intentos de suicidio se repitieron. En una de estas, mi padre después de insultar y ensañarse sin piedad con mi madre y con mi hermana, se escapó por la noche a beber. Esa noche mi hermana intentó suicidarse y tuvimos que llevarla a urgencias. En esa ocasión, como en otras muchas, llegamos a tiempo para evitar lo peor.

Al día siguiente una amiga de esas envidiosas de mi madre, un ejemplar sin vida propia o con una vida propia tan pobre que sólo se le hace soportable practicando la insana satisfacción de hacer daño a los demás, una arpía que como cotilla compulsiva se acaba enterando de todo, llamó a mi madre para decirle que ya sabía que habíamos llevado a mi hermana a urgencias y le preguntó abíertamente que qué le había pasado, aunque eso también lo sabía. Mi madre le respondió que había sufrido un ataque de alergia. Y ese desperdicio humano le contestó: “Si, ya, alergia”.

Leí un libro interesante de Francisco Gavilán con un título que me llamó la atención “Toda esa gente insoportable”. Allí el autor establece las categorías de toda esa gente insoportable con la que nos tropezamos y descubre sus motivaciones para comportarse así. La actitud en este caso, era la “insidiosa”: uno no se esfuerza por ser mejor cada día, sino que se pasa la vida intentando mediante la insidia que los demás se sientan peor que uno, porque así a uno se le hace un poco más soportable su propia inmundicia.

Justificaciones psicológicas a patologías del comportamiento y de las relaciones humanas aparte, atacar a una madre utilizando la enfermedad y el riesgo de muerte de su hija es lo más rastrero que se puede concebir. Algo imperdonable para una madre con el menor instinto materno. Suerte que mi madre a las “amigas” se lo perdona todo.

Esta basura maquillada, con peluca y envuelta en pieles es de las que van de buenas y caritativas. Sepulcro blanqueado, acosa a los curas de la parroquia, a veces más de la cuenta, les lava la sotana, hace la lectura en misa y pasa la cesta. Este despojo social es la que no ha parado hasta conseguir que mis padres no se hablen con su único hijo vivo.

Ha encontrado a una buena tonta en mi madre, porque mi madre le perdona todo. Le perdona que se ría de ella cuando le cuenta que mi padre se encuentra cansado. Le dice “¿Cansado tu marido? ¿De qué?”. A nadie que haya conocido un poco a mi padre se le escapa que ha vivido como un rey y que nunca ha dado un palo al agua, pero es absolutamente innecesario, y sobre todo cruel, recordarle a un amigo que se ha casado con la más fea del baile. Mi madre le perdona que juegue a la insidia con el intento de suicidio de mi hermana. Le perdona que interrogara al conserje del edificio, a la farmacéutica y a la empleada de hogar de mis padres para enterarse de sus intimidades o que interrogara a mi empleada de hogar para enterarse de las mías y que hasta lo intentara con la ginecóloga de mi mujer. Y no exagero, es real. Se llegó a enterar de que la esposa con la que se iba a casar un amigo mío era diabética para luego divulgarlo como si fuera un defecto y el matrimonio de mi amigo fuera a ser menos feliz por ello. Y se pasaba el día contando –imagino que le costaría ocultar la satisfacción- lo degradado que estaba un buen amigo mío, hijo de amigos de mis padres, que está enfermo y alcoholizado. Esa es su caridad cristiana.

Si el Cristo revolucionario y amor puro al que yo admiro y que tuvo el arrojo de echar a los mercaderes del templo llegara a encontrarse con esta mercader de inmundicia en un templo leyendo a los parroquianos o pasando la cesta enfundada en su abrigo de piel en ea Murcia presahariana, directamente le da una patada en el culo.
Y si los buenos de los budistas dicen que la ira es impropia de seres iluminados, es que ese día a la iluminación de Cristo se le fundieron los fusibles con mucha razón… y no pasa nada. Explicaciones a Iberdrola.

A medio día del día siguiente, cuando mi padre se despertó de dormir la mona, volvió a ponerse déspota con mi madre. Mi hermana, con toda su inocencia, le dijo, “¿Sabes que anoche me intenté matar?” y él contestó “Mucho teatro es lo que tienes tú". Como yo sabía que mi hermana estaba viva de milagro y vi que mi madre no reaccionaba para defender a mi hermana, intervine y le dejé muy claro a mi padre que quería que abandonara la casa de inmediato. Mi padre me contestó que dependía del precio. Pensando en la noche que había pasado mi hermana y ante la respuesta mezquina de mi padre no me lo pensé y le asesté un puñetazo haciéndolo caer de bruces. Pero yo no era tan duro y en ese momento me marché llorando. No me producía ninguna satisfacción pegar a mi padre. Más tarde mi hermana me contó que mi padre se levantó del suelo y se dirigió a la cocina, tomó un cuchillo largo y le pidió a ella que me buscara. Afortunadamente para todos, no debió insistir mucho.

Al día siguiente mi madre me dijo que mi padre había considerado mi atenta petición y me ordenó que le prepararan 2 millones de pesetas de las de entonces para volverse con su madre, mi abuela materna. Por cierto que a mi abuela, que se quedó en la gloria casando a su hijo, casi le dio un ataque de pánico al saber que su niño le iba de vuelta. Habitualmente mi abuela llamaba de año en año, pero esos días llamó todos los días para pedirle a mi madre que evitara que mi padre volviera con ella.

No había pasado aún una semana cuando mi madre salió en busca de mi padre, que estaba en Madrid y ya no le quedaba dinero. Le perdonó todo, se reconciliaron y para celebrarlo, se tomaron unas vacaciones en Lanzarote y se llevaron a mi hermana, que también en el hotel intentó suicidarse.

Como mis padres se estaban puliendo la empresa a la vez que el resto de la herencia, y la empresa heredada arrastraba pérdidas de años anteriores, cosa que a mis padres les traía sin cuidado, me tocó insistirle mucho a mi madre hasta conseguir que me vendiera la mayoría de las acciones de la sociedad para que yo se las fuera pagando mes a mes tirando de cuenta de socio, un absoluto disparate desde el punto de vista del coste fiscal, pero que entonces era la única fórmula que se le había ocurrido al asesor fiscal de la empresa para proteger a la empresa del espolio al que la estaban sometiendo mis padres. No conseguí que mi madre me escuchara y atendiera razones hasta que una vez se empeñaron en hacer un enésimo viaje, esta vez por los fiordos noruegos y cerca del Polo Norte. Entre las prisas del viaje y mi insistencia conseguí llevarla a Notaría.

Mi padre sabía que eso significaba vender poder en la empresa y que la empresa era la mitad del patrimonio heredado por mi madre. Se volvió loco por una operación tan torpemente planteada por el asesor y profesor universitario que redactó la minuta que más tarde la tuvimos que deshacer con otros asesores. Pero el heredero consorte se pasó todo el tiempo antes de salir de viaje machacando a mi hermana diciéndole a solas que yo no tenía escrúpulos y que los iba a dejar a todos ellos en la calle. Le insistía en que mi madre, al firmar la venta de acciones, se había olvidado de su hija y la había abandonado a su suerte. Pelín incoherente viniendo de quien decía que el dinero (de mi madre) él lo tenía para gastárselo y cuando se le acabara se pegaba un tiro y listo. Pero debió ser muy convincente porque mi hermana acabó creyéndole. Y es que yo sé bien cómo podía llegar mi padre a ser de machacante y persuasivo.

Así que mis padres tomaron rumbo hacia los fiordos noruegos y el Polo Norte abandonando a su hija con sus tendencias suicidas. Mi padre se negó a que mi hermana les acompañara porque decía que era peligroso que se quisiera tirar por la borda. Por lo visto, le parecía más seguro dejarla sola en una casa en la que había más psicofármacos que en muchas farmacias. Yo le había insistido a mi madre en que tenía que guardar la medicación bajo llave, pero tampoco en eso me hizo caso. Incluso la empleada de hogar se lo había advertido, pero mi madre seguía sin darle importancia al peligro.

Cuando mis padres se marcharon, mi hermana parecía encontrarse bien y nada hacía pensar en el fatal desenlace. Tenía una cita con su Psicóloga y no faltó. Cuando luego hablé con la Psicóloga me reconoció que esa tarde había encontrado muy bien a mi hermana. Tenía comprado billete para viajar en autobús al pueblo de unas tías mías, con las que mi madre se había criado y que querían a mi hermana con locura, para pasar con ellas hasta la vuelta de mis padres.

Yo entonces vivía tres pisos más arriba en el antiguo piso de mi abuelo. Por prudencia tenía que haber dormido con mi hermana esa noche en casa de mis padres, para no dejarla sola. Pero la encontré muy bien de ánimo y con mis veintipocos años y una fiesta universitaria esa noche, cometí el disparate de salir de fiesta hasta bien tarde. Maldita esa noche en que yo también abandoné a mi hermana. Cuando a la mañana siguiente antes de ir al trabajo quise pasar por casa de mis padres para ver a mi hermana, ella yacía en el suelo de su dormitorio boca arriba. En la mesa encontré una nota: "Os perdono a todos, incluso a tí, Paquito".´Así me llamaba ella. Como por entonces yo me llevaba muy bien con ella, eso me convenció de que mi padre la había estado machacando antes de irse con la idea de que yo los iba a dejar a todos en la calle.

Inmediatamente llamé al ATS que nos había ayudado a cuidar de mi abuelo y llevamos a mi hermana a urgencias. Avisé también a mis tías, que no tardaron nada en tomar un taxi y presentarse en el hospital. Yo pensaba que no era sino un susto más y que mi hermana de nuevo saldría de aquélla. La ingresaron en la UCI.

Se debió arrepintir de tomarse las pastillas, por eso la encontré en el suelo de su dormitorio, camino del baño, y no en la cama. Pero yo no estaba con ella para evitar que se tomara las pastillas ni para ayudarla y un vómito le había entrado en el pulmón y causado una neumonía. Yo estaba de fiesta mientras mi hermana se quería morir. Para mí es duro vivir con eso. Una Psicóloga me dijo que cada vez que se suicida una persona es como si dejara una nota acusando a todo su entorno de no haber hecho más para evitarlo. Todos nos sentimos culpables. Pero debe funcionar sólo para los humanos, porque mi padre lo que hizo a partir de la muerte de mi hermana era utilizarla para culpar selectivamente a los familiares y amigos de mi madre que a él no le gustaban de forma que ella se enemistara con ellos y se aislara.

A los quince días mi hermana murió. Yo me escapaba todos los días del trabajo para llegar a los pocos minutos de visita en la UCI. Mis tías hacían guardia en la sala de espera día y noche. Como yo salía todos los días de la oficina para ir al hospital, el empleado de confianza de mi tío, que era precisamente quien le robaba mercancía y pretendía seguir haciéndolo, debió pensar que yo ya le había descubierto. Se equivocaba. Tardé unos meses más en descubrirle. Supongo que me seguiría y se informaría en el hospital, no sé ni cómo. Al día sigueinte en el trabajo me dijo que se había enterado de lo de mi hermana y me puso los pelos de punta al advertirme algo que los médicos no nos habían dicho: que si mi hermana se salvaba, tendría que vivir con daños cerebrales.

Cuando avisamos a mi madre, su primera reacción fue no creernos, una reacción, la negación, más que natural ante la noticia más dolorosa que le pueden dar a una madre. A partir de ese momento llamaba sólo al director del hospital, que era amigo suyo. Intentó volver de su crucero, incluso pidiendo que un helicóptero la llevara a tierra, pero no le fue posible. Los desgarrados gritos de dolor de mi madre a su vuelta a casa no se me olvidarán nunca. Un día más tarde de la vuelta de mi madre, mi hermana moría en la sala de la UCI.

Yo me encerré en mi trabajo. Un empleado vino a pedirle a mi madre cerrar la empresa al día siguiente en señal de luto y yo sugerí no hacerlo. Mi madre me espetó "Que no se ha muerto un perro, se ha muerto tu hermana". Pero yo necesitaba trabajar para no sentir. No quería pararme a encajar las emociones. No me lo podía permitir. Era demasiado doloroso para mí.

Luego llegó la autopsia, el entierro y las preguntas morbosas de la gente. Aunque yo en vida, para proteger a mi hermana, habría mentido sobre sus ideas suicidas, una vez que falleció no veía necesidad de ocultar una causa de muerte tan triste como cualquier otra desgracia que se lleva por delante una vida tan joven. Mi madre al principio negaba el suicidio. Imagino que aun entonces sentía que así protegía a su hija.

Recuerdo que el zapatero que tenía su local en los bajos de mi edificio me advirtió un día: "Si escucharas los comentarios que hacían algunas amigas de tu madre sobre la muerte de tu hermana, verías que tipo de gentuza se hacen pasar por sus amigas".

Lo cierto es que yo aún no he encajado la muerte de mi hermana. Por instinto de supervivencia, no me he querido enfrentar a la pérdida y evito pensar en ello.

Probablemente no es lo más sano, pero sí lo menos doloroso. Eso no evita que cuando me acuerde se me escape alguna lágrima. Siento que escribir todo esto y exponerlo abiertamente me ayuda un poco a aflorar esos profundos sentimientos que soy muy consciente que no es sano reprimir durante tanto tiempo.
A veces, cuando más desgraciado me siento, pienso que debía haber sido yo y no ella. Pero inmediatamente reacciono y reconozco que es una estupidez, primero porque me siento muy feliz de haber formado una familia y luchar para darle lo mejor a mi hijo y segundo, porque me digo a mí mismo que la muerte de mi hermana le ha ahorrado a ella todo el sufrimiento que yo he tenido que padecer conforme he ido abriendo los ojos para descubrir en qué se han ido convirtiendo mis padres.

Feliz con sus compañeros en InglaterraTe quiero, María Teresa. Ojalá te lo hubiera sabido demostrar mejor.

Cuida de tus padres, que no están bien y no se dejan cuidar. Sobre todo, protégelos de las malas compañías.

Protege a mi hijo, tu único sobrino. Sé su ángel de la guarda.

Dale un abrazo a esos seres queridos nuestros que están contigo y que también echo mucho de menos.

Sabes que nos volveremos a ver cuando todo esto haya acabado. Voy pensándome en qué me reencarno, por si dejan elegir. Diles que no se den prisa en llamarme, que aquí me queda mucho por hacer.