La separación familiar. Orgasmo para miserables y carroñeros

La edad de la inocencia

Importante advertencia para l@s cuatro confundid@s o rarit@s que tienen la extravagancia de leer mis posts y a l@s que les estoy muy agradecido por acompañarme en esta aventura:

Este no es un post, es la historia de un episodio de mi vida contada con mucha sinceridad, tal como la siento, y sin más objetividad que la justa porque encierra muchos sentimientos intensos. De hecho, queda en medio del blog como intentar encajar un póster de Penthouse en medio de un libro de texto de seminario.

Aquí cierro una trilogía de mis vivencias más dolorosas con bastante menos presupuesto –y talento- que El Padrino y mucho menos El Señor de Los Anillos, aunque aquí las vilezas son más viles porque la vida real es más dura que cualquier ficción. Por el bien de la humanidad, que bastantes males y amenazas tiene ya, espero no tener que contar muchas más historias de dolor. Será buena señal de que la vida me trata bien. Personalmente preferiría contar gamberradas y batallitas de la adolescencia, porque golfo también he sido muy golfo, pero que no tiemble la humanidad, que por ahora me las guardo para mí.

Si sirve como atenuante, cuando empecé a escribir lo que viene a continuación no tenía idea de que iba a extenderme ni siquiera una pequeña parte del ladrillo que he acabado escribiendo. Y es que cuando rascas y hurgas en los sentimientos, nunca sabes qué va a acabar saliendo. Si alguien que me quiera bien y sobre todo, tenga mucho tiempo, quiere leerlo, que se ponga a mano una caja de analgésicos, porque ni he sido breve ni el contenido es liviano. Lo siento, de verdad. Para mí es terapia, para quien lo lea puede ser motivo de jaqueca. Perdón y gracias.

Llevo dos años y medio sin saber de mis padres y siento que duele. Duele sobre todo porque lo que extraños han conseguido interponer entre mis padres y su hijo es una barrera hasta ahora insalvable.

Separar a unos padres de un hijo para propia satisfacción es de lo más ruin y miserable que un ser humano puede hacer. Hacerlo cuando los padres están mayores, con sus facultades mentales seriamente deterioradas y muy mal de salud, cuando están en esa acelerada cuenta atrás en la que cada día de su vida cuenta más que nunca, es de alimañas.

Sin embargo a mí me separaron de mis padres extraños que actuaron como alimañas y como carroñeros. Conmigo nunca habrían podido, de hecho, conmigo no han podido, yo sigo en pie y luchando por salir adelante en la vida. Pero sí han podido con mis padres, personas muy mayores, muy deterioradas y, sobre todo, completamente indefensas cuando se las consigue separar de las personas que velan por ellas. Es como cuando las hienas consiguen separar a un elefante enfermo de la protección de la manada, que me perdonen las hienas. La diferencia es que las hienas lo hacen por supervivencia y los miserables por el mórbido placer de intentar llenar su vacuidad vital y satisfacer su inmundicia de espíritu provocando dolor al prójimo.

Estas alimañas tuvieron la suerte de encontrar un aliado en quien siempre ha querido a mi madre como se quiere a una verdadera hija. Una buena mujer nonagenaria –sí, has leído bien, nonagenaria- que había desarrollado hacia mi madre un síndrome de Munchausen por poderes que la empujaba a inventarle enemigos de los que protegerla. No puedo juzgar a esta persona por su edad y porque reconozco su amor por mi madre, aunque se haya convertido en una pasión enfermiza. A pesar del daño que sin quererlo haya podido hacer al abrirle la puerta de casa de mis padres a personajes que no les quieren bien, procuraré siempre recordarla con el mismo amor que le he profesado en mi niñez y en mi adolescencia.

Esta anciana de buen corazón pero bastante confusa en su razón en estos últimos años, ha sido siempre una mujer fuerte, valiente y decidida. Ella y su hermana, hermanas de mi abuela, se esforzaron por cuidar a mi madre como lo habría hecho mi propia abuela cuando ésta murió dejando a mi madre huérfana con dieciséis años. Ella y su hermana nunca se casaron y se pasaron la vida cuidando con abnegación de su madre, mi bisabuela, durante varias décadas hasta que la buena mujer nos dejó. Años después le tocó cuidar también de su hermana mayor hasta que también falleció.

Después de la muerte de su hermana mayor y habiéndose pasado toda una vida cuidando de otras personas, le pudo parecer que su razón de existencia se desvanecía, se debió sentir perdida y encontró en mi madre a la persona a la que cuidar y proteger aunque para ello hubiera que inventarle enemigos entre las personas que la queríamos. Yo por ahora no he conseguido alcanzar la iluminación y creo que aún me queda un rato, así que aún puedo sentir rabia cuando recibo muestras de la maldad o la podredumbre de otras personas, pero no puedo sentir rabia cuando proceden de la enfermedad o la confusión y menos de una persona anciana.

Recuerdo cuando a mi madre la operaron por segunda vez de cáncer de mama y esta vez le extirparon una mama y tuvo que asistir varias veces a recibir quimioterapia. Ella la acompañó en todo momento. Mi padre también, él sin mi madre se siente perdido. Mi madre ha sido más su madre que su esposa, lástima que ese fuerte instinto materno que siempre ha demostrado por su marido no lo demostrara con la misma entrega por sus hijos. Yo no pude acompañarles, alguien tenía que trabajar en la familia y por entonces teníamos una empresa en venta. Pero mi tía cuidó con el máximo cariño de mi madre.

Después empezamos a preocuparnos porque mi tía, la llamo así aunque realmente es mi tía-abuela, no paraba de repetir delante de mi madre mensajes nada positivos: “Los médicos le han advertido que ya nunca se va a recuperar, que esto ya es para toda la vida”. Cuando yo oía estos despropósitos me subía por las paredes. A nadie se le escapa que comentarios así de negativos y agoreros repetidos una y otra vez acaban por hundir la moral de cualquier enfermo. Entonces contestaba y ponía ejemplos de personas que habían superado el cáncer y hacían una vida plena. Pero ella seguía en sus trece: “No me lo he inventado yo, yo estaba delante precisamente cuando los médicos se lo advirtieron a tu madre”. No había forma de hacerla entender el daño que esas palabras estaban haciendo en la moral de mi madre que lo escuchaba todo.

Lo llaman Síndrome de Munchausen por poderes. Mi tía necesitaba una enferma a quien cuidar. Si no estaba enferma, había que inventarle una enfermedad o enemigos de los que protegerla. Y ahí estaba yo llevándole la contraria en sus augurios. Se lo puse fácil para convertirme en enemigo. Pero, ¿cómo puedo juzgar a esta persona cuando tiene unos noventa años?. Sólo puedo condenar a los miserables que se aprovecharon de la confusión de esta anciana para separar a unos padres de un hijo.

Soy de los pocos hijos a los que se les aconsejó distanciarse de sus padres por prescripción facultativa. En serio. Suena a cachondeo, pero ya me gustaría a mí estar de broma.

En una de las etapas más duras en mi experiencia profesional tuve que enfrentarme a un clan de delincuentes que descubrí que llevaba décadas robando mercancía de nuestra empresa familiar desde puestos clave de la logística, enfrentamiento que me supuso advertir a los demás empleados para que se plantearan revocar al patriarca del clan de su estatus de representante de los trabajadores que me impedía despedirlo, contratar discretamente a buenos detectives, entrar con técnicos de madrugada a colocar micrófonos y, sobre todo, escucharme todos los días después de mi jornada de trabajo ocho interminables horas de grabaciones que bien sabía que no me iban a servir como prueba, pero que iban a confirmar mis peores sospechas y que me ayudaron mucho a descubrir conexiones. Finalmente, conseguí librar a la empresa de este clan, gente tan desalmada y tan peligrosa como para proponer al electricista de la empresa provocar un cortocircuito que se extendiera para incendiar las instalaciones. De hecho, los meses que transcurrieron hasta que fue prudente hacer efectivo su despido me vi obligado a tener contratada vigilancia 24 horas en la empresa para evitar sabotajes.

Reconozco que aquello me dejó extenuado, no por lo trabajoso, que también lo fue, sino por lo desagradable. Poco después somaticé ese mal trago y caí enfermo de colon irritable muy severo. Cuando consulté a profesionales de la salud, todos coincidieron en que tenía que intentar llevar con mucha más calma mi trabajo, algo mucho más fácil de decir que de hacer, y que tenía que mantener una sana distancia con mis padres, porque ellos inconscientemente habían elegido hundirse y mis esfuerzos por sacarlos a flote no conseguían rescatarlos, sólo conseguían arrastrarme y hundirme a mí con ellos.

Dicho ésto, no me fui a vivir lejos de mis padres por hacer caso a nadie, lo hice porque prefiero vivir a tres calles de un parque natural que vivir en el centro urbano. Son preferencias personales tan respetables como las de quien hace la mudanza en sentido contrario para vivir en el centro. Y cuando mis padres me necesitaban de verdad, en un cuartito de hora estaba en su casa.

Habiéndose convertido mi madre por herencia en socia muy mayoritaria de la empresa por la que yo sacrifiqué mis estudios universitarios y siendo una empresa la que ella había heredado que arrastraba grandes pérdidas acumuladas, estrecheces de liquidez y muy serias dificultades para su continuidad –el último informe de auditoría externa alertaba sobre esta realidad y cuestionaba muy seriamente la continuidad empresarial-, en lugar de apoyarme para su reflotamiento, entrada en rentabilidad y mejora de competitividad, no le dió tregua en ningún momento. Cada poco sacaba dinero sin cuestionarse si la empresa podía resistir esa descapitalización que nos obligó incluso a formalizar una reducción de capital que lógicamente alarmó a los bancos que nos financiaban y a los proveedores que nos abastecían. De nada sirvieron mis advertencias a mis padres.

Durante diez años no dudé en sacrificar y castigar mi propia salud para mejorar la salud de la empresa. Conseguí reflotarla, profesionalizarla, fortalecerla y hacerla atractiva, pero aún así era cada vez más consciente de que la tendencia a la concentráción del mercado y de la competencia era una amenaza muy real que iba a impedir la continuidad de una empresa de esas dimensiones. Cada día que pasara iba a ser más difícil encontrar una salida que garantizara la continuidad de la empresa y el mantenimiento de todos los puestos de trabajo en juego y que resultara mínimamente digna para los socios. Y lo que aún lo hacía más difícil era que por rápido que remáramos en la dirección adecuada, el socio mayoritario remaba más rápido en dirección contraria. Advertí de esta amenaza y de la conveniencia de la venta de la empresa a mis padres y a mis personas de confianza en la compañía. Ante la evidencia, todos acabaron comprendiéndolo.

Había que vender la empresa. Y hacerlo mientras aún fuera atractiva. A pesar de todas las dificultades, mis esfuerzos en la gestión habían servido para que la empresa fuera mucho más vendible que diez años atrás, cuando mi madre la heredó, momento en que la situación de la empresa con toda seguridad habría espantado a cualquier inversor.

Mi madre había heredado de su padre y de su hermano, mi abuelo y mi tío, un patrimonio que bien administrado les habría permitido mantener un envidiable nivel de vida durante toda su vida, sólo había que administrarlo bien, sólo había que ser prudente. La empresa constituía aproximadamente un tercio de ese patrimonio.

Mis padres hicieron caso omiso de mis advertencias, de mis ruegos y de mis súplicas, y no tardaron en pulirse los dos tercios de su patrimonio que no estaba afecto a la empresa mientras exprimían sin tregua a la compañía.

Cuando vieron que, por no hacerme ningún caso, se estaba cumpliendo lo que les había augurado, entonces concluyeron que el culpable de todos sus males era precisamente quien les había advertido con insistencia y hasta con vehemencia, esto es, su hijo, el mismo que no había dudado en castigar su salud para reflotar la empresa y quien la había mantenido con vida a pesar de sus insaciables saqueos, aquel a quien ellos se negaron a escuchar en la gestión de los otros dos tercios de patrimonio heredado que ya habían tirado por la borda.

Culpar a otros, no importaba a quién, era una respuesta lógica, bueno no lógica, pero sí muy humana dentro de esta disparatada falta de razón y consciencia para quienes nunca habían asumido personalmente ninguna responsabilidad, mucho menos económica.

Mis padres eran unos niños muy talluditos y lamentablemente también muy malcriados. Nunca maduraron en la asunción de responsabilidades. Mi abuelo y mi tío habían trabajado siempre por ellos. Mi madre nunca se involucró en la empresa y mi padre se había acomodado a no trabajar. Situación que añadía un peligro, porque no teniendo otras ocupaciones, se convirtieron en compradores o gastadores compulsivos. Aunque lo cierto es que no tenían ese diagnóstico, porque, según he sabido, un comprador compulsivo cuando llega a casa después de un atracón de compras se arrepiente o se siente culpable y ese no era ni mucho menos el caso de mis padres. El caso de mis padres es si cabe más extraño, si un mes después de haber recibido cualquier cargo mensual de más de un millón de pesetas en la tarjeta de crédito (un mínimo mensual que se convirtió en peligrosamente habitual y que sólo incluía las compras con tarjeta), alguien les preguntaba qué habían pagado con esa tarjeta para alcanzar semejante cifra, ellos no lo sabían. No es que lo quisieran ocultar, porque no tenían esos remordimientos, es que sencillamente no lo recordaban.

Lo de mis padres era pura inconsciencia. Tenían la convicción de que el dinero no se acababa nunca y la filosofía de “Yo tengo el dinero para gastármelo, cuando se me acabe, me pego un tiro y listo”. Ese era el planteamiento de vida del que alardeaba mi padre, a menudo en público, para mi vergüenza, porque uno se pregunta para qué entonces tener hijos. Si uno les advertía que el dinero a ese ritmo se les iba a acabar mucho antes de lo que pensaban, entonces el loco era quien les advertía. Para ellos estaba claro que ese loco tan insistente y pesadito que era un servidor estaba insanamente obsesionado con la idea de que acabarían en la ruina, algo que ellos creían imposible. No hacían el menor caso, aunque quien les advirtiera fuera su propio hijo y aunque su hijo hubiera sacrificado sus estudios y su futuro por la empresa que ahora estaban arruinando.

Yo luché porque no vendieran ningún inmueble y cuando ya no me fue posible luchar más, cambié desesperadamente de estrategia y dejé de oponer resistencia para pedirles que al menos invirtieran los fondos obtenidos de la venta en la adquisición de locales comerciales y de oficinas que les aportaran unos altos ingresos mensuales por arrendamiento que les iban a permitir no depender de la empresa, así dejarían de quitar a la empresa el oxígeno que necesitaba para salir adelante y prosperar. Pero no sé si espontánea o premeditadamente, cuando se vieron con liquidez suficiente para hacer la inversión, se negaron a acometerla con argumentos de tanto peso como que una amiga que nunca había trabajado ni hecho más negocio en la vida que su propia boda les había contado que sus inquilinos no le pagaban. Vamos, todo un estudio económico en profundidad. Buen consejo les dio la amiga, porque no invirtiendo el dinero les duró bien poco.

Alguien se puede preguntar por qué no intenté que un juez incapacitara a mis padres por prodigalidad. Lo intenté con ahínco. Consulté a notarios amigos de mis padres que conocían el problema, me escucharon con atención e interés, reconocieron la realidad, pero no se arriesgaron a aconsejarme por si mis padres se llegaban a enterar algún día y se molestaban con ellos. Me informé en varios despachos de abogados, me informé con psiquiatras que actuaban como peritos en estos casos y todos me decían que en España, el país donde un esquizofrénico puede conducir a diario un autobús escolar, es poco menos que imposible incapacitar por prodigalidad.

El patrimonio es de mi madre y como tal puede hacer con él lo que le venga en gana, como si quiere pegarle fuego. Lo que le ocurra después a los pródigos, que no puede ser otra cosa que perderlo todo y acabar en la indigencia, no le importa a nuestra justicia. Cómo afecte eso a sus hijos, aunque una hija, mi hermana, aún fuera menor de edad, no le importa a la justicia. Cómo afecte eso al futuro de los empleados de su empresa, de la que llegaron a depender económicamente más de sesenta familias, no le importa a la justicia. La justicia se lava las manos.

Toda mi lucha por persuadirles no sirvió de nada. Sólo sirvieron mi entrega y mis esfuerzos durante más de diez años por hacer la mejor gestión posible de la empresa, remando fuerte contracorriente para hacerla escapar de su condena mientras mis padres exigían más y más a una finca yerma que yo luchaba por devolver a la fertilidad.

De esta forma conseguí que mis padres no se arruinaran en 2 ó 3 años, que es lo que habrían tardado en hacerlo de no ser por mí. Con mi gestión de la empresa conseguí retrasar 10 años la fecha de su condena. Y también conseguí suavizar la condena. Aún conservan el piso de lujo en primera línea de playa de Benidorm donde viven y mi padre, sin haber trabajado, cobra una pensión porque mi abuelo, mi tío y también yo antes y después de venderse la empresa lo tuvimos contratado sin que trabajara para que pudiera cotizar. Yo, como autónomo que cotiza el mínimo, no tendré esa suerte.

Me llevó aproximadamente año y medio encontrar un comprador para la empresa dispuesto a garantizar todos los puestos de trabajo y cancelar todas las garantías personales de los socios. Pensando en mi futuro y en el de mis padres, esto es, intentando proteger a mis padres de sí mismos, encontré una fórmula que les impedía malvender lo poco que les quedaba de patrimonio. Les compré las nudas propiedades de sus viviendas para que nadie se las pudiera quitar y para que como usufructuarios pudieran disfrutar de ellas toda su vida. El precio era una renta vitalicia que les permitiría vivir muy dignamente. Por entonces nadie había oído hablar de hipotecas inversas, así que para protegerles de sí mismos no me quedaba más remedio que intentar comprarles, financiándome sobre los inmuebles comprados, lo que de forma natural algún día iba a heredar.

Desde que empecé a trabajar hace más de 16 años me he asegurado de que mientras a mí me fuera bien con mi trabajo, a mis padres les fuera mejor. Y cuando yo he pasado momentos difíciles, me he esforzado aún más para que hasta el último momento mis padres no lo llegaran a notar.

Después de vender la empresa, cuando mis padres necesitaban más dinero de lo convenido, se lo pagaba. Si tenía que hacer frente a antiguas deudas de mis padres, algunas por importe de 24.000 y de 12.000 euros, las pagaba sin que ellos ni siquiera se enteraran.

Una vez mis padres tuvieron el fallo de memoria de olvidar que era yo quien les pagaba, lo cual les quedó bien claro en la escritura pública que yo firmé con ellos ante Notario el mismo día que vendíamos la empresa. Pero pocos meses más tarde lo olvidaron, probablemente porque yo les pagaba desde una sociedad que no llevaba mi nombre, pero de la que yo era socio único. Y sinceramente a mí me vino muy bien este lapsus para intentar poner freno a que me pidieran mucho más de lo convenido, porque eso no era sostenible para mi modestia de medios. Me ayudaba mucho pasar de que me vieran como el pagador a que me vieran como un mensajero. A partir de ese momento, cada vez que me pedían algo que estaba muy fuera de mis posibilidades, podía decirles que la empresa que les pagaba no lo iba a ver bien para que así fueran ellos mismos quienes rebajaran sus pretensiones y las hicieran más asequibles. Así funcionamos muy bien durante años. Y, aunque parezca surrealista en esta disparatada historia en que el hijo hace el papel de los padres y los padres de hijo, luego me empezaron a preguntar por el propietario de la empresa pagadora, diciéndome que querían hablar con él para pedirles más. Así que, para no descubrirme y que resultáramos todos perjudicados, tenía que seguirles el juego e inventar que el pagador era un señor de fuera y que estaba siempre demasiado ocupado con sus negocios como para reunirse con ellos.

El conflicto llegó cuando recibieron una sentencia firme exigiéndoles el pago de la deuda del Impuesto de Sucesiones correspondiente a parte de su herencia. A pesar de que tanto yo como el Director Financiero de su empresa les recordábamos con frecuencia que tenían que guardar dinero por si finalmente la sentencia no les era favorable, ellos siempre contestaban que, como se había presentado un recurso, todavía quedaba mucho tiempo hasta la sentencia firme y que cuando esa sentencia llegara, suponiendo que no les fuera favorable, la empresa pagaría su deuda personal como ya había hecho con tantas otras.

Llegó la sentencia firme que les condenaba al pago de una cantidad muy elevada. Con tantos años de litigios, los interses habían duplicado la deuda inicial. Ellos no tenían liquidez y tampoco yo, que me financiaba con la garantía hipotecaria de mi vivienda y de las de ellos para poder pagarles cada mes y para poner en marcha mi nueva empresa que me iba a hacer más soportable y sostenible seguir haciéndoles esos pagos.

La Administración acreedora inscribió embargo sobre el usufructo de la vivienda, lo cual me truncó cualquier posibilidad de renovar mis pólizas de crédito con garantía sobre esas viviendas. Ningún banco estaba dispuesto a aceptar como garantía hipotecaria inmuebles donde existiera una inscripción de embargo, aunque fuera posterior en rango.

La única solución era la venta del inmueble. Mis padres tenían el usufructo de dos viviendas de lujo, una en Murcia y otra en Benidorm. Les expliqué que muy a pesar para todos, ellos tenían que elegir. Si yo hubiera tenido liquidez para pagar su deuda, lo habría hecho, sin ninguna duda. Si yo hubiera tenido más capacidad de endeudamiento, sin ninguna duda me habría endeudado hasta el límite para pagar su deuda. Si vendiendo algún inmueble de los que luego compré como inversión con sus correspondientes hipotecas, hubiera podido alcanzar a pagar su deuda, sin ninguna duda lo habría hecho. Incluso dejando de lado que se trataba de mis padres, y que para mí lo fundamental era intentar ahorrarles un mayor perjuicio y sufrimiento, como negocio para un extraño que ya tuviera las nudas propiedades habría sido un chollo haber comprado los usufructos a cambio de la deuda. Yo habría adquirido mucho antes de tiempo el pleno dominio de las viviendas y mis padres iban a seguir disfrutando de las viviendas, sin que nada cambiara, porque esa era la voluntad de un hijo que siempre había pensado en sus padres antes que en sí mismo. Pero lamentablemente ninguna de estas posibilidades estaba a mi alcance. La única opción era que hicieran la elección que yo les presentaba.

Para su suerte en el pasado y para su desgracia a partir de ese momento, mis padres en toda su vida nunca habían tenido que hacer una elección que representara sacrificio. Nunca se habían enfrentado a dilemas de esta naturaleza. Si había dos abrigos de pieles o dos collares estupendos, se llevaban los dos. Si luego llamaban del banco advirtiendo del descubierto de la tarjeta de crédito, mi abuelo lo cubría rápidamente poniendo el dinero. Si cuando iban a comprarse un barco el vendedor les enseñaba uno mejor, compraban ese mejor y luego me tocaba a mí correr desde la empresa a cubrir su cheque sin fondos. No es de extrañar que a estas alturas de la vida no estuvieran preparados para hacer una elección responsable. Tardaron nada menos que un año en decidir cuál de sus dos viviendas estaban dispuestos a sacrificar. Mientras hubo tiempo, tampoco yo les quise presionar en algo que iba a condicionar el resto de su vida. Nada menos que elegir entre vivir en una ciudad o vivir en otra ciudad.

Cuando por fin se decidieron y me dijeron que preferían vender la vivienda de Murcia y quedarse a vivir en la de Benidorm, aprovechando que yo desde mi empresa me dedicaba a prestar servicios de intermediación inmobiliaria, aunque ya hacía tiempo que me había especializado en otro tipo de inmuebles y no me dedicaba a vender viviendas, me ocupé de tomar y editar las mejores fotos de la vivienda, reunir toda la información necesaria para la venta, desde planos y tasaciones hasta información registral, ofrecerla en colaboración a casi todas las agencias inmobiliarias de Murcia, mostrarla cuando aparecía algún posible comprador interesado y anunciarla en los principales portales de compraventa inmobiliaria de Internet.

Pero cometí un error de cálculo. No había calculado bien hasta dónde podía llegar la maldad de algunas malas compañías de mis padres. Hubo buenos amigos que nunca se enteraron de lo que les vino a ocurrir. De los que se enteraron, quien los quería bien, aunque no lo suficiente, no se quería implicar demasiado en este asunto tan delicado, que no era sólo un embargo sino la peligrosa prodigalidad de mis padres, simple y llanamente se lavaba las manos. Quien los quería mal, se metió hasta la cocina por no decir en el fondo del inodoro.

Esta gentuza desde que conoció a mis padres no había parado de intentar sacar partido de esa amistad, amistad que ni a mi padre ni mí nos gustaba un pelo. Nadie se siente a gusto cuando la envidia rezuma en cada muestra de insidia que ni siquiera eran capaces de reprimir. Nadie se siente a gusto cuando sabe que un extraño que se presenta como amigo está fisgoneando con descaro en su vida personal. Nadie excepto mi madre, alma cándida donde las haya.

Sólo mi madre estaba ciega y perdonaba estos abusos. Mi madre a este tipo de amigas, que con amigas así no necesitaba enemigas ni tampoco verdugos, les perdonaba todo. Si la intentaban ofender con un disparate o una insidia, ella se engañaba y lo tomaba como un malentendido, incluso aunque el comentario insidioso se refiriera a algo tan sagrado para una madre como un intento de suicidio de su hija. Ella perdonaba rápido. Si se enteraba que una amiga le había hecho un interrogatorio en toda regla a la empleada de hogar, al conseje del edificio o a la farmacéutica para conocer las intimidades familiares, ella le quitaba importancia y lo justificaba como curiosidad natural humana. Si la empleada de hogar le insistía y la convencía para que le alquilara una vivienda en pleno centro a un precio ridículo a unos sobrinos morosos y molestos que le dejaron una excelente deuda, ella le quitaba importancia. Si unos advenedizos amigos de la playa con aspecto y formas de delincuentes le ocupaban una casa prometiéndole pagarle alquiler y luego no le pagaron nunca, para sacudirse el problema aceptaba su oferta de compra por la tercera parte del precio de mercado de la vivienda, aunque fuera una vivienda muy próxima a la suya en la que por entonces pasaba sus vacaciones su hijo. Mis padres no permitieron que yo interviniera para encontrar una solución razonable y civilizada por miedo a que yo molestara en algo a sus amigos. Y desde entonces no he vuelto a disfrutar de unas vacaciones en la playa.

Al poco de conocer a este estiércol social, el clan de la insidia, estos individuos insistieron a mis padres para que, sabiendo que yo acababa de sacarme el carné de conducir con 18 años, les comprara su coche usado. Yo me negué, dije que seguiría conduciendo el coche de mi madre. Luego convencieron a mis padres para que les malvendieran en 100.000 pts la moto que yo había conducido hasta entonces y que apenas unas semanas antes me había negado a vender a un primo mío en 150.000 pts porque me parecía un precio muy bajo. Aunque yo me negué a vender a mi primo en 150.000 pts, mis padres sin contar conmigo accedieron a vender a sus amigos en 100.000 pts para complacerles y sólo por mis padres tuve que poner mi mejor sonrisa y hasta le regalé a su hijo los cascos y todos los accesorios que yo sin moto ya no iba a necesitar.

Tiene gracia que luego su hijo, convertido en el abogado de mis padres, inventara y fuera contando como un ridículo chismoso que se pone a sí mismo en evidencia que yo, como un niño caprichoso, me había cansado de mi moto y que la dejaba abandonada en la calle para que me la robaran. He hecho muchos disparates con la moto en mi vida de los que no me siento nada orgulloso y que sólo la inconsciencia de la adolescencia puede justificar en algo si es que tienen algo de justificables. He hecho carreras con la moto. He jugado a saltarnos semáforos en rojo en cruces sin visibilidad. He conducido ebrio y hasta muy ebrio. He puesto la moto a su límite de velocidad en carreteras donde era una auténtica temeridad. Y como anécdota hasta un día se me subió en el asiento trasero una señora puta, digo se subió, porque yo estaba sentado en mi moto parada en un paseo en la playa con los amigos y ni la invité ni me dio tiempo a reaccionar, para que la llevara a su centro de trabajo, y allí la llevé aunque nunca me expresó su gratitud, mejor para los dos. Entonces aún no era consciente del drama humano que se esconde detrás de la prostitución y la anécdota dio bastante de sí.

La moto me la regaló mi abuelo cuando vivía y él sabía muy bien que se lo podía permitir, porque entre las muchas virtudes de mi abuelo estaba la austeridad y la prudencia. Gracias a su generosidad con su nieto pude ir a trabajar todas las tardes en el negocio familiar mientras por las mañanas estudiaba COU y, de todos los disparates que he hecho y que confieso, ninguno ha sido dejar la moto a propósito al alcance de los amigos de lo ajeno. Qué sentido tiene no vendérsela a mi primo para dejarla en la calle esperando a que me la roben. Pero esta gilipollez de comentario chismoso da buena muestra de la rabia y el resentimiento que este chico parece sentir por mí. Él sabrá por qué, yo aún no lo sé, ni tampoco tengo ninguna necesidad de saberlo. A diferencia suya, yo sí tengo una vida propia y plena y no necesito estar pendiente de las intrigas de los demás.

Sólo sé que no tengo la exclusiva en esto de ser objeto de su rabia. Un amigo mío muy querido, hijo de unos buenos amigos de mis padres y también de esta chusma, enfermó y, para ahogar su sufrimiento por las secuelas de la enfermedad, empezó a darse al alcohol. Yo me lo he encontrado ebrio en varias ocasiones y jamás lo he comentado ni con mis padres. En cambio, sé por mi madre que la matriarca de este clan de insidiosos se ocupaba de divulgarlo a los cuatro vientos, juzgarlo y sacarle la piel a tiras. Ensañándose con un chico enfermo. Que además era el hijo de unos amigos suyos con los que cenaban todos los viernes. Personas que me consta que jamás les han hecho ningún mal.

Pensándolo bien este clan de la insidia no se diferencia tanto de esos otros amigos de mis padres de la playa, aquellos delincuentes que se quedaron con su casa de la playa.

Estos delincuentes de playa sabiendo que mi madre había sido operada de cáncer de mama y estaba muy sensibilizada con la enfermedad, le pidieron dinero para una operación similar que intentaron hacerle creer que la amiga necesitaba. Yo ni me enteré de todo esto. Mis padres se esforzaban mucho para que yo no me enterara. Sabían que yo no podía ver ni en pintura a esta gentuza. Una Navidad se autoinvitaron a cenar en Nochebuena y Nochevieja. Por entonces mi padre tenía prohibido venir a casa a las tías con las que se crió mi madre, la familia que sentíamos más próxima y que siempre nunca nos dejaba solos en estas ocasiones, algo especialmente reconfortante después de la muerte de mi hermana. Para mí todo esto era tan triste que preferí pasar esas noches sólo antes que unirme a la cena y ver cómo unos sinvergüenzas se reían de mis padres en su propia cara. Supe años después lo de la estafa del cáncer porque me lo contaron unos amigos de mis padres. Al parecer, como buenos amigos les aconsejaron bien que acompañaran a la enferma imaginaria a un buen médico de confianza para acabar descubriendo, como así fue, la mentira y el intento de estafa. Pero para mis padres ni siquiera este descubrimiento fue suficiente para hacerles abrir los ojos.

Mis padres fueron advertidos de que mantuvieran la distancia con estos delincuentes cuando los conocieron en el local que tenían en la playa unos buenos amigos de mis padres, pero, mis padres, como tantas veces habían hecho conmigo, en lugar de escuchar y estarles muy agradecidos a los amigos que les advirtieron, hasta se molestaron con ellos.

Haciendo caso omiso de las advertencias de los buenos amigos y de su propio hijo, siguieron estrechando la relación. Luego incluso me enteré que les habían dejado las llaves de las casas de la playa y un día se encontraron con que les faltaban cuadros de valor. Mi padre, con su habitual valentía, decidió vender a la carrera todos los inmuebles que tenían en Torrevieja e irse a veranear a Benidorm. Valiente forma de enfrentarse a los problemas.

Volviendo a los primeros, a los no delincuentes, pero no menos sinvergüenzas, una década más tarde insistieron en ofrecer a mi madre los servicios de su hijo recién licenciado en derecho para abogado de la empresa. Yo hice ver a mis padres que no me podía permitir sustituir los servicios de todo un despacho profesional líder en asesoría legal y tributaria por un chico recién licenciado y que se había conseguido licenciar gracias a que se matriculó en otra facultad para aprobar las asignaturas que era incapaz de aprobar en la suya. Igual de mi rechazo viene tanto resentimiento. Vaya usted a saber.

Como mi madre no sabía dar un “no” a las amigas, del mismo modo que no sabía poner límites a su marido, porque su habilidad y talento para llevar la contraria sólo los expresaba con su hijo, que ella sabía que era de perdonar fácil, acabó contratando a este joven como su abogado para todos los asuntos que no tenían que ver con la empresa y eso les vino estupendo para que yo no me enterara de cómo malvendían las 4 viviendas estupendas que tenían en Torrevieja. Yo les resultaba muy incómodo de Pepito Grillo advirtiéndoles que no malvendieran o que guardaran bien el dinero de la venta. Eso no se lo iba a decir su abogado. Les cobraría y punto. Cuantas más transacciones, más caja.

Así que cuando llegó lo del embargo, mi madre, aun después de comprobar que yo les había conseguido mantener con vida durante 10 años una empresa que estaba condenada y que refloté y fortalecí a pesar de sus insaciables y desproporcionadas retiradas de capital, y aun después de comprobar que lo que yo les advertía sobre las consecuencias de la prodigalidad era cierto, prefirió escuchar a la madre de este genio para que el genio sin talento ni experiencia les diera consejo en un tema tan delicado como el embargo del usufructo de sus viviendas.

Y este genio, él solito hizo la consulta al Registro Mercantil y comprobó que el socio único de la sociedad que pagaba a mis padres su renta era su hijo y que esa sociedad tenía un capital social de 1.500.000 euros. Cualquiera que sepa un poquito de empresa y un poquito de finanzas sabe que el capital social no es el valor de la empresa. Sospecho que la lectura que este enano mental le hizo a mis padres era que yo les había robado no se sabe cómo 1.500.000 euros. Claro, precisamente por eso yo no tenía liquidez para comprarle a mis padres los usufructos al precio de cancelar el embargo, lo que habría sido un chollo para cualquier inversor que ya tuviera las nudas propiedades. Pero el señor letrado consiguió su objetivo que no era otro que envenenar a mis padres y debió esforzarse mucho en resultar convincente porque, según iba contando mi propia madre a amigos y vecinos, mi padre amenazó con coger un cuchillo de cocina y pasarme por él.

Lo más grande es que mis padres, con tal de haber seguido sacando dinero de la empresa sin tener que escuchar mis lamentos, me habrían permitido ponerme cualquier sueldo y cualquier comisión y yo durante 10 años, por sentido de la responsabilidad, estuve ganando bastante menos que cualquiera de los directivos que tenía a mi cargo y nunca me puse una comisión sobre las ventas cuando asumía todas las responsabilidades como Administrador, Director General y Director Comercial. Si hubiera mirado un poco más por mí y me hubiera puesto una mínima comisión sobre las ventas, puede que por entonces sí que hubiera conseguido tener acumulado un capital de más de 1.500.000 euros, pero no fue el caso. Ni me lo planteé. Mi preocupación era la supervivencia y la continuidad de la empresa y yo ya me sentía, equivocadamente porque yo no podía hacer nada contra ello, muy culpable con el expolio al que la estaban sometiendo mis padres.

Mis padres nunca me llamaron para pedirme explicaciones o mi versión, ni siquiera como hacen las madres de asesinos confesos de los crímenes más brutales, que aunque no pueden justificar a sus hijos, sí se esfuerzan por entender qué les ha podido ocurrir para acabar convertidos en monstruos. Mis padres condenaron a su único hijo vivo sin juicio ni audiencia previa. Dejaron muy claro lo que les importaba su hijo. Dieron buena muestra de su instinto de paternidad. Dejaron bien claras sus prioridades en la vida. Una vez, cuando mi madre, antes de abrirle la puerta de su vida a malmeter a este genio y a su familia, estaba ya mentalizada a sacrificar una vivienda para salvar la otra, me dijo “Lo que más pena me da de todo esto es si al final tengo que dejar mi piano”. Yo no me pude contener y le dije que me decepcionaba profundamente porque creía que le daría más pena estar más lejos de su hijo y de su nieto.

Aunque ellos no quisieron interesarse por conocer la verdad, por el contrario yo, que tenía entonces y sigo ahora teniendo la conciencia muy tranquila, me ofrecí a explicarles todo lo que quisieran saber delante de su abogado para que a nadie se le escapase detalle, todo con tal de desbloquear la única solución posible en nuestras circunstancias al problema del embargo. Pero recibí la callada por respuesta. Quien sabe, igual el abogado ni se lo trasladó a mis padres. Si nos reconciliábamos, se le acababa el chollo y el trinque, porque mis padres dinero no tenían, pero sé que mi madre contaba que el ilustre letrado les estaba cobrando con cuadros y mis padres cuadros tenían para poner un museo, muchos comprados en subastas de arte, así que pocos bajaban de los 6.000 euros. Un buen botín para un carroñero sin escrúpulos.

Lo que hace esto aún más disparatado es que mis padres tenían amigos abogados muy buenos, muy buenos como abogados y mejores si cabe como personas, que les habrían asesorado muy bien y les habrían podido explicar con todo detalle y advertir sobre la gravedad de su situación ante el embargo y con toda seguridad concluirían que la única opción posible era la que yo les había planteado. Todos estos buenos amigos de cuya lealtad mis padres no podían dudar y que de ninguna manera habrían aceptado de mis padres en sus circunstancias cuadros ni joyas habrían encontrado en mí toda la colaboración que necesitaran y más. Pero estamos hablando de abogados reputados, de buenos amigos y, sobre todo, de personas honradas.

Cuando surgió el malentendido, yo envié al abogado de mis padres, sin que nadie me lo hubiera pedido, copia de todas las escrituras firmadas por mis padres el día en que firmaron la venta de la empresa a un tercero y de las nudas propiedades de sus viviendas a una sociedad de la que yo era socio único. Acompañé la documentación de una carta con todas las explicaciones y pidiendo reunirnos en breve, pero no tuve ninguna respuesta, y ello pese a la gravedad de la situación y la urgencia con que ésta debía resolverse después del tiempo perdido con estos despropósitos.

A mí me había costado mucho encontrar a un comprador para la vivienda al que no le asustara el embargo y dispuesto a pagar un precio que permitiera liquidar la deuda que había dado lugar al embargo y cancelar la hipoteca con la que yo financiaba los pagos a mis padres.

Pedí a un abogado veterano que había asistido a mis padres en todo este asunto del Impuesto sobre Sucesiones, a quien yo pensaba que ellos considerarían leal o, como mínimo, neutral, que, por favor, pidiera al actual abogado de mis padres que se reuniera conmigo porque la situación era suficientemente grave y urgía tanto resolverla que no había lugar para seguir perdiendo tiempo. Si perdíamos a ese comprador, perderíamos la única oportunidad de que mis padres pudieran mantener una vivienda libre de embargos.

Finalmente nos reunimos. Yo me quedé bastante sorprendido. No tenía a este chico por enemigo mío. No sabía cuánta rabia guardaba hacia mí. No nos habíamos tratado tanto como para darle oportunidad ni a odiarme ni a quererme. No tuvimos tiempo para azotes ni arrumacos. Además, confieso que lo poco que habíamos tratado siempre mi trato con él fue estupendo, porque por entonces me gustaba su hermana, dicen que sobre el gusto no hay nada escrito, yo añado que sobre el mal gusto menos. Además, creía que empatizaría conmigo, los dos habíamos tenido que sufrir a padres déspotas y crueles, la única diferencia era que su padre trabajaba, lo mantenía y le pagaba sus estudios y el mío no, ya lo hacía mi abuelo materno. Y que él le deseaba a su padre que se matara en la carretera, pero no tenía el valor de mandarlo a paseo. Yo no tenía ese problema. Si me tenía que enfadar con mi padre, me enfadaba y punto, en esos días procuraba evitarlo, pero no le deseaba ningún mal, y cuando se me pasaba, que siempre era pronto, me reconciliaba. Quizás esa valentía y decisión mía y la libertad que yo así me ganaba fueran las que le infundieran tanta rabia a quien no tenía valor para dejar de vivir a costa de una persona a la que odiaba. En fin, la envidia es libre y ciega. Intentar encontrarle justificación es de balde y, por encima de todo, no me interesa.

Empezó la reunión diciendo que había tres familias muy solventes respaldándole –sí, sé que suena a películas de gángsters de Chicago años 20- y a las que no les importaba pasarse la vida pleiteando para que mis padres no vendieran la vivienda y que, además, mis padres no tenían ya nada que perder. Yo le corregí que mis padres sí tenían mucho que perder, de hecho podían perder todo lo que tenían, porque ya tenían embargados sus inmuebles, los usufructos de las dos viviendas, y su única fuente de ingresos en ese momento, que era la renta vitalicia que yo les pagaba, y que precisamente esa era la razón por la yo había insistido tanto desde hacía tiempo para conseguir hablar con alguien que pudiera llegar a mis padres. Como no estaba allí para polemizar sino para solucionar y como aún pensaba, ingenuo de mí, que me encontraría a alguien razonable detrás de esa prepotencia tan fatua, me autocensuré para no contestarle que desde hace ya mucho tiempo la única solvencia que me impresiona de las personas es la moral y no la económica. Creo que lo de desencajárseme la boca y babear ante las muestras del poderío económico de terceros es algo que dejé atrás muy al principio de mi adolescencia. Lástima para él que no madurara igual y que aún sea tan fácilmente impresionable. Igual a él le deslumbra que Victoria Beckham pueda disfrutar de un consolador de dos millones de dólares. A mí, sencillamente me parece que alguna dosis de bótox le ha ido a parar al cerebro o al menos al hueco que el cerebro debería ocupar de haberlo tenido.

Luego me dio 3 razones absurdas que invalidaban la compra que yo le había hecho a mis padres. No soy abogado, pero, precisamente por esa razón, de mis asuntos siempre me había cuidado muy bien de asesorarme y consultar con los mejores abogados, así que ni me molesté en contestarle, ni siquiera era necesario porque yo tenía las cosas muy claras.

Presumió de haber tranquilizado a mi padre asegurándole que de su casa no les iba a echar nadie. No sé si el día que explicaron lo que es un embargo en la facultad este chico estaba en los billares, jugando a los futbolines o sacándose mocos. No sé cómo con qué cara este genio y salvador justificaría a mi padre apenas unos meses más tarde que siendo su abogado le había mentido en algo tan serio de forma irresponsable y temeraria.

Luego, metiéndose a experto tasador inmobiliario, el polifacético abogado, salvador y experto inmobiliario me aseguró que la vivienda valía mucho más de lo que nos había ofrecido el único comprador interesado, insinuando, le debió faltar valentía para declararlo abiertamente, que yo mentía sobre el precio para quedarme con la diferencia. Le contesté que si alguien encontraba una oferta mejor, la diferencia iría íntegra para mis padres y que nadie se alegraría de eso más que yo. Eso desmontaba y arruinaba cualquier teoría conspiranoica en la que mis intenciones fueran sospechosas de ser dudosas.

El genio aseguró que en ese caso tenía dos compradores, pero pasaron meses y ninguno de sus dos compradores apareció. Si los había, se esfumaron. Y con todo el tiempo perdido, lo único que este enano mental había conseguido con su arrogancia, su imprudencia y su irresponsabilidad era jugarse temerariamente todo el patrimonio y la única fuente de ingresos de sus clientes poniendo a prueba la paciencia del único comprador interesado que era el que yo había conseguido encontrar.

Por último me dijo que, como mis padres no estaban cobrando en los últimos meses, porque a esas alturas también les habían embargado la renta vitalicia que yo les tenía que pagar y porque con la inscripción del embargo los bancos me habían cerrado la financiación, sus padres estaban manteniendo a los míos. Es cierto que había visto a su madre que no se despegaba de la mía. En los pueblos y pequeñas ciudades de provincias viste mucho pasear y dejarte ver con un pobre para que todo el mundo se entere de lo bueno y compasivo que eres. Además, sale gratis. Creo que el niño pensaba que así me iba a avergonzar. Hace tiempo que aprendí que sólo me tengo que avergonzar por mis errores, no por los de mis padres. Lo aprendí cuando tenía 14 años y mi padre volvía borracho a casa tropezándose por la calle con todos mis amigos y conocidos. Aún lo tuve más claro cuando mi Director Financiero me advertía que nos llegaban recibos mensuales de la tarjeta de crédito de mi madre de más de un milón de pesetas, lo cual reconozco que al principio conseguía avergonzarme, pero pronto ya sólo me preocupaba y alarmaba. La verdad es que el genio se quedó muy descolocado con mi falta de reacción. No sólo no me conseguía avergonzar sino que comprobaba que yo no tenía ninguna intención de decirle nada al respecto. Ni la historia más surrealista sobre mis padres me iba a soprender a estas alturas. Y conociendo la mezquindad de los progenitores del letrado, dudaba mucho que lo dicho fuera cierto, pero si lo era, qué podía hacer yo cuando mis padres se negaban a hablar conmigo y hasta me cerraban de un portazo la puerta de su casa, como literalmente hicieron la última vez que fui a verles con mi mujer y mi hijo. De hecho, después hasta cambiaron la cerradura por consejo de su abogado no fuera que yo entrara a robarles. Habiendo llegado a esa delirante situación, yo no podía hacer nada por ayudarles.

Al final la reunión resultó un baldío diálogo de besugos, aunque besugo no había más que uno y ni era ni yo ni el abogado veterano que tuvo a bien reunirnos y quedarse al margen, lo que después mis padres le agradecieron retirándole el saludo. Sólo el genio sabe qué dispararate le llegó a contar a mis padres sobre quien había sido su abogado durante 10 años para conseguir que ellos se cuestionaran su lealtad y así el advenedizo pudiera asegurarse el monopolio de su confianza.

Dado que la reunión fue completamente de balde, excepto para que a mí me quedara bien claro que al abogado de mis padres le traía absolutamente sin cuidado lo que le pudiera ocurrir a sus clientes, le pedí a los abogados del despacho que habitualmente me asesoraban que se reunieran de abogados a abogado para que le aportaran los justificantes de todos los pagos que yo le había hecho a mis padres y que yo reuní para ellos, y que lo procuraran hacer con la máxima inmediatez para resolver cuanto antes una situación tan grave que estaba resultando tan desagradable para mis padres mientras su abogado trataba el asunto con la máxima temeridad, más pendiente de intentar conseguir gracias a mis padres el protagonismo que nunca tendrá y los valiosos cuadros que sin remilgos les aceptaba en pago.

El genio rechazó reunirse. Ni siquiera tuvo la valentía de decir que se negaba, sencillamente ponía excusas de agenda, cancelaba las citas unas horas antes, etc. Sí que me advirtieron mis abogados que era la primera vez que oían a un abogado hablar mal de sus clientes, quejarse de que sus clientes no sabían lo que querían, que no se enteraban de nada y que no estaban bien de la cabeza. Muy profesional todo… para ejercer en Zambia. Que me perdonen los zambianos, que estoy seguro que tienen abogados mucho mejor preparados y con mucha más integridad como personas.

Pero en fin, el genio nos impresionó a muchos. Y no puedo decir que positivamente. Me impresionó a mí, impresionó al que hasta entonces había sido abogado de mis padres y que se molestó en ser anfitrión de nuestra reunión, impresionó a mis abogados, impresionó al banco que financiaba la póliza de crédito de la cual las viviendas constituían garantia hipotecaria. Menos mal que el chaval tiene a su madre que asegura que es el mejor abogado de Murcia y a mi tía nonagenaria que lo repite porque si su santa madre lo dice, ella no lo pone en duda. Aunque mi tía, la pobre, cree a pies juntillas a cualquiera que sea de misa diaria, no te digo ya si encima la cualquiera está tan metida en la parroquia que lee en misa y pasa la cesta. Sepulcros blanqueados que dijo alguien hace dos milenios.

Después de tanto esfuerzo en esquivar reunirse con los abogados del despacho que me llevaba asesorando en los últimos años, y perdidos ya varios meses, mucho más tiempo del necesario para desmotivar a cualquier comprador interesado, este personaje me llama un día y me propone vernos. Como él era el único culpable de todos los retrasos y ya me había dado pruebas inequívocas de que no razonaba, de que le era indiferente lo que le pudiera ocurrir a mis padres y de que ni siquiera tenía la valentía de venir de frente, le contesté que me hiciera el favor de transmitirle a mis padres que si mis padres querían hablar con su hijo, no tenían más que pedirlo, pero que si el abogado de mis padres quería hablar conmigo se remitiera a mis abogados para tratar de profesionales a profesional o de profesionales a nosequé. Desde luego no llamó. Se ve que le intimidan los abogados de verdad. Y que yo hablara directamente con mis padres no le debió gustar porque su afán de protagonismo quedaba fuera de la ecuación. Dudo mucho que siquiera se lo trasladara a mis padres.

En ese tiempo me dejó un mensaje una familiar mía que quería hablar conmigo. Yo la llamé inmediatamente. Me confesó que mi madre le había pedido dinero y que había decidido llamarme porque yo diez años antes ya intenté pedirle a ella ayuda o consejo para encontrar alguna fórmula que frenara la irresponsabilidad y prodigalidad de mis padres y les evitara la ruina. Mi madre le había contado su película del hijo delincuente y ella quería saber qué diablos estaba ocurriendo de verdad.

Se lo expliqué todo e intenté que mediara entre nosotros, pensando que mi madre nunca iba a dudar de ella. Le envié una carta exponiéndole con detalle toda la situación y acompañándola con los mismos justificantes de pagos que yo le había facilitado a mis abogados, aquellos que el advenedizo consigliere de mis padres se había negado a examinar. Ella lo intentó, pero mis padres y mi tía seguían en sus trece, que sólo escuchaban al genio de su abogado, que aseguraban era el mejor abogado de Murcia como les decía y repetía su mamá.

Transcurrido un tiempo llamé a mi familiar para preguntarle si tenía alguna noticia y ofrecerle que hablara directamente con el banco para que alguien que no fuera yo le explicara lo mucho que estaba en juego y así ella pudiera hacérselo ver a mis padres. Los del banco habían aceptado hacerme ese favor personal que no tiene nada que ver con los servicios que uno espera de una fría entidad financiera, pero afortundamente, eran personas muy razonables que además conocían y apreciaban a mis padres mucho más allá de la relación banco-cliente.

Mi familiar me contestó que no iba a servir para nada, que mis padres estaban tan obcecados que hasta le habían asegurado que el banco les había pedido que no hablaran conmigo. Precisamente era el banco quien estaba ayudándome –y ayudándoles a ellos, aunque ellos no lo supieran apreciar ni agradecer- haciendo todos los esfuerzos posibles para que mis padres hablaran conmigo, ofreciéndonos reunirnos todos, mediar y lo que hiciera falta. En ese tiempo yo hablaba con el banco cada semana dos o tres veces esperando buenas noticias. Las personas de contacto en el banco, excelentes personas, hacían un gran esfuerzo para entender la actitud de mis padres, que parecían no querer enfrentarse a la gravedad de la situacíón y probablemente por eso preferían agarrarse a las falsas promesas de cualquier abogado cantamañanas que les ofreciera fórmulas mágicas, pero a quien de verdad no podían entender los del banco era a quien se había comprometido a ser el abogado de mis padres, cobrara en dinero o cobrara en cuadros, y estaba faltando a su compromiso con sus clientes y a toda mínima deontología cuando no sólo no les abría los ojos a la realidad de su situación, sino que además se jugaba alegremente el futuro de sus clientes desperdiciando un tiempo que les era vital y arriesgando que perdieran al único comprador interesado.

También le había asegurado mi tía la que inventaba enemigos a mi madre que yo había hecho alguna especie de pacto con mi abuela paterna para perjudicar a mi madre. Apenas he hablado media docena de veces con mi abuela en mi vida, así que apenas he tenido oportunidad de aprender a quererla. Conocerla un poco me ayudó a comprender mejor a mi padre, al sospechar las carencias de afecto y comunicación que mi padre debió sufrir en la infancia y la adolescencia. Pero la pobre mujer, fuera como fuera como madre de mi padre y no habiendo estado nunca presente en mi vida como abuela, ahora sufre demencia senil y la compadezco mucho por ello. Sabiendo que me creen tejiendo un eje del mal con mi abuela, he evitado llamarla para que nadie se sienta amenazado. Mis padres, en su desesperación y en su delirio, se frotaban las manos esperando su herencia. Así que ya no llamo a mi abuela para interesarme por ella porque no quiero que mis padres en algún delirio paranoico puedan interpretar cualquier movimiento mío como una injerencia o una amenaza para la futura herencia de mi padre. Sinceramente, no sé si mi abuela vive aún o no. He perdido todo contacto, más efectos colaterales de este despropósito.

Antes de que todo esto pasara, un día que me tropecé por la calle a la madre del ilustre letrado y matriarca del clan, ella me asaltó preguntándome a bocajarro si yo sabía qué patrimonio tenía mi abuela. Yo no supe responder porque ni lo sabía ni me había hecho nunca cuentas, pero me quedé de una pieza con el descaro de la fisgona. Se lo conté a mi padre, que ya la tenía bien aborrecida, tanto que más de una vez se tuvo que fingir enfermo como excusa para no recibir a esta indeseable familia en su casa de Benidorm, donde demasiado a menudo se autoinvitaban. Mi padre me contaba que él mismo se sorprendía con su descaro al ver que ni siquiera una excusa tan obvia conseguía pararles y que luego los veía rondar por debajo de su edificio, lo que significaba que se habían hecho más de hora y media de carretera para intentar descubrir la excusa y abordar a mis padres. A mí todo esto que me contaba mi padre no me extrañaba en absoluto porque un día cuando volvía a casa me encontré una escena que me hizo sentir bastante vergüenza ajena. Allí estaban detenidos en la misma puerta de mi casa el insigne letrado con su familia y quienes debían ser unos amigos suyos, examinaban cada detalle de la fachada de mi casa y no se avergonzaban ni de señalar. Resulta como mínimo curioso su interés por mí porque yo jamás les había dado la dirección de mi casa y mi madre tampoco había podido dársela porque ni siquiera la recuerda, y mucho menos les he invitado, pese a la tenaz insistencia de la matriarca con mi madre para autoinvitarse a fisgonear a sus anchas. Como yo llegaba con el coche y ellos no me habían visto, esperé un poco a que se marcharan y entonces entré y se lo conté a mi mujer con tanta incredulidad como vergüenza ajena.

Viendo que no había nada que hacer para ayudar a abrir los ojos a mis padres, ciegos que no querían ver, no insistí más a esta familiar. Le agradecí que de entre todos los amigos de mis padres y de entre todos los familiares que se llegaron a enterar de este disparate, que fueron muchos, ella fuera la única que se molestó en llamarme para informarse de primera mano también de la otra parte. Y eso que todos ellos sabían bien de la prodigalidad de mis padres, que mi padre no se había conformado con no tener que dar en su vida un palo al agua, sino que se había convertido en un bon vivant que no se privaba nunca de ningún capricho y que el único que trabajaba en la familia era yo. Algo les debía como mínimo parecer extraño y difícil de encajar en toda esta historia. Pero no, nadie más me llamó.

Imagino que muchos tendrían miedo a que yo también les pidiera dinero. Si me conocieran un poco mejor sabrían que mientras yo pueda trabajar nunca aceptaría dinero aunque me lo ofrecieran. Mucho menos lo pediría. No es por orgullo, porque no dudaría en pedir ayuda a un amigo para encontrar trabajo del mismo modo que algunas veces en mi vida he sido yo quien ha ayudado a amigos míos a encontrar trabajo. Pero dinero, no. Aún puedo trabajar. Y si algún día dejo de trabajar por cuenta propia, me esforzaré al máximo para resultarle muy rentable a mi empleador.

Pero al parecer mi madre sí había empezado a pedir dinero. De hecho empezó a hacerlo cuando yo aún me podía permitir pagarles un mínimo de 3.000 euros mensuales y hasta hacerles todo tipo de anticipos. Ya entonces tuvo la falta de respeto de pedirle a una amiga 3.000 euros. Yo me enteré mucho después, como mi padre, a la vez que me enteré de que mi madre había empleado ese dinero en algo tan de primera necesidad como ejecutar una pequeña reforma para ampliar un dormitorio en la casa de la playa. El dilema era que yo no podía pagar su deuda o la amiga le daría más crédito. Si algo había aprendido de verme obligado a ejercer el rol de padre de mis padres durante más de diez años, desde que murió mi abuelo, es que mis padres sólo aprendían cuando se enfrentaban por sí mismos a la realidad. Cualquier otro esfuerzo por persuadirles era de balde. Cuando mi madre me lo contó con una naturalidad que pasmaba, le aconsejé que concretara inmediatamente con su amiga un compromiso en plazos y vencimiento para la devolución del préstamo y que entretanto le entregara alguna garantía, por ejemplo, la joya o el cuadro de más valor que tuviera en su casa, aunque la amiga se resistiera a aceptarlo, pero esa era la única forma de enmendar el despropósito. Como siempre, hizo lo que quiso, sólo mi madre y su amiga sabrán. Sospecho que igual que a esta amiga abordaría y asustaría a muchos otros amigos y familiares.

Lo más grave es que ninguno de estos familiares y amigos de mis padres se molestara en llamarme después de que el ilustre letrado y su santa madre me convirtieran en villano. Con todos ellos pasé de ser el hijo ejemplar y el novio que un día quisieron para sus hijas a un desalmado delincuente profesional. Me habría gustado que me hubieran llamado aunque fuera para llamarme “golfo sinvergüenza”.

Cuando finalmente mis padres comprobaron por sí mismos que su abogado no tenía ningún comprador de los que les había asegurado ni ninguna solución mágica de las que les había prometido, aceptaron la venta. Me costó Dios y ayuda recuperar y volver a motivar al comprador que después de más de medio año ya había desistido y perdido todo el interés, pero con mucho esfuerzo conseguí que mis padres firmaran, aunque lo hicieran cuidándose de evitarme en la notaría. Y esa fue la última vez que supe de ellos. Eligieron desaparecer de mi vida como antes habían hecho sus amigos y mis familiares.

Por cierto, el comprador me llamó indignado en cuanto llegó a la vivienda porque había encontrado la puerta abierta de par en par y la escena surrealista del conseje del edificio repartiéndose con algunos vecinos todo lo que mis padres habían dejado. Decían que había sido mi padre quien se lo había ofrecido.

Espero que mis padres sigan bien. Si yo supiera que una llamada o una visita iba a servir de algo positivo, sin duda las haría. Para mí están perdonados por todo el daño que me hayan podido hacer y no voy a negar que me lo han hecho. Tampoco voy a negar que en el fondo de mí no les guarde algún rencor, no pretendo engañarme, pero lucho contra ello, soy consciente de su deterioro mental y físico y me gustaría mucho que las cosas fueran de otra manera. Tengo un hijo de 7 años al que tenemos que decir que sus abuelos, a los que conoció de pequeño, no le llaman ni para felicitarle por su cumpleaños porque están muy malitos. La verdad es que él no los necesita para nada. No se puede necesitar a quien apenas se conoce. Menos mal que no sabe que mi madre me espetó un día que sus perros están más limpios que mi hijo. Y que cuando él, teniendo poco más de un añito, enfermó de neumonía mi madre se negó a acompañarnos al médico cuando se lo pedimos y tantas otras cosas difíciles de olvidar para un padre cuando afectan directamente a su hijo. Pero cómo se le explica a un niño de 7 años que unos padres, los míos, no quieran saber de su hijo. En fin, desde el momento en que elegí ser padre, la vida me exige ser antes padre que hijo y voy a seguir luchando para que mi hijo encuentre en mí un padre mucho mejor que los que a mi me regaló la lotería de la vida. No porque mis padres fueran buenos o malos, sino porque, fueran como fueran, yo quiero ser mejor. Ojalá algún día pueda reunirme con mis padres y ellos sean capaces de mirar hacia delante y normalizar mínimamente la relación. Si quieren hablar del pasado, hablaremos, pero mirando hacia delante.

En cuanto a los miserables, les queda su miseria. La vida los podrá hacer pobres o ricos, aunque sea saqueando cuadros y joyas a personas mentalmente deterioradas, pero siempre serán miserables. Si la única forma de satisfacción para intentar llenar la vacuidad de su vida es separar a unos padres de un hijo, bastante tienen con ello, que les cunda el orgasmo si esa es su forma rarita de obtener satisfacción. Cosas más raras se han visto.

Alguien se preguntará por qué no he cogido del cuello al genio y se lo he explicado bien clarito. La respuesta es fácil, la misma por la que este enano mental aún tiene algún cliente despistado además de mis padres: su tío es juez y tiene amigos jueces en ese gremio tan corporativista, y eso es algo que en este país son influencias que suben el caché de un abogado que no tiene más clientes que los amigos a los que su madre y matriarca del clan compromete. Y para alguien como yo, que hace tiempo que perdí la fe en la imparcialidad de la administración de justicia, es una buena razón para cuidarme de no anticiparle las hostias que la vida le acabará dando. Más le vale que tenga la suerte de encontrarse siempre en su vida a gente reflexiva y flemática que se limite a verter su bilis en un blog. Puede que mis padres ya hayan abierto los ojos con él a estas alturas… o puede que no.

Por si algún día lo llegan a leer mis padres:

Intento no guardaros rencor y en eso, como en tantas cosas en la vida, soy muy disciplinado.

Si algún día me hacéis saber que no me vais a recibir con cajas destempladas, me tendréis a vuestro lado. Si algún día me necesitáis y os dejáis ayudar, me tendréis a vuestro lado.

Me estoy preparando por si llego a enterarme por terceros de que habéis dejado esta vida para empezar otra que seguro que os trata mejor, pero no quisiera que eso ocurriera sin haberos visto antes, sin haberos abrazado y sin que lo haya hecho vuestro nieto. Y me gustaría que fuera pronto para que pudiérais disfrutar de ese momento con vuestras mejores facultades.

Escribo todo esto porque estoy seguro y, de hecho, ya lo siento así, que me ayuda a liberar toda la rabia que no quiero guardar contra vosotros y que espero que comprendáis porque para un hijo es muy frustrante descubrir que sus padres no son perfectos.

Así, cuando llegue el reencuentro, que seguro llegará, sea en esta vida o en una mejor, sólo os podré ofrecer amor, el mismo amor puro y devoción que os tuve cuando era niño y que no es otro que el que cualquier niño siente hacia sus padres hasta que empieza a darse cuenta de que sólo son seres humanos de carne y hueso con todas sus limitaciones. Y es que la vida rompe las ilusiones, los símbolos y los ídolos. Rompe la inocencia. Y eso duele. Y ese dolor es el más difícil de encajar.

Vuestro hijo que os quiere y que pone eso por encima de cualquier otro sentimiento encontrado y de todo lo demás que la vida o los miserables puedan intentar interponer entre unos padres y su hijo.

Otras vivencias personales muy intensas:

El suicidio de mi única hermana.

“Yo el dinero lo tengo para gastármelo. Cuando se me acabe, me pego un tiro y listo”.